Un símbolo religioso no se basa en creencia alguna, Y sólo donde hay una creencia hay error
(Ludwig Wittgenstein)
 
 
 

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EL JARDÍN DE LOS SENDEROS QUE SE BIFURCAN

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Fco. Javier Avilés Jiménez

En su relato, del que este artículo toma el nombre, Jorge Luis Borges nos presenta la idea de un laberinto temporal, abierto a diferentes salidas pero que, como en todo laberinto, se entrecruzan, coinciden sin llegar nunca a ser la misma posibilidad, describiendo un recorrido propio y al/en el tiempo coincidentes. Una oportunidad de interpretación que me atrevo a sugerir para el laberinto de las religiones es la de su coincidencia en el tiempo, pero siendo instantes diferentes. Cada una de ellas marcada por la singularidad de sentido que suponen para su momento (ahora es el tiempo de la gracia; ahora es el día de la salvación 2Cor 6.2). Todas ellas entrecruzándose a cada recodo, una sincronía que se bifurca en numerosas diacronías. Las singularidades comparten un mismo empeño que nunca es reductible a una mera variedad formal, porque sólo cada una responde en el marco existencial de su tiempo a la urgencia del sentido. Por eso mismo, tampoco pueden despreciarse las unas a las otras sin acabar negándose ellas mismas: "Las creencias de los demás merecen siempre ser respetadas por un motivo o por otro. Al rendirles honor, se exalta la propia creencia y se rinde al mismo tiempo un servicio a la creencia de los demás" (Ashoka contra la intolerancia religiosa, edicto rupestre XII, MIRCEA ELIADE, Historia de las creencias y las ideas religiosas, IV. 1980: 581).

1. Pagar la deuda histórica de las religiones con la humanidad.

La actualidad del diálogo interreligioso puede ocultar una realidad teológica que debe afectar de modo muy directo a dicho diálogo. Aun aceptando el signo de los tiempos que es la oportunidad del encuentro, mutuo conocimiento y valoración recíproca de las tradiciones religiosas, el diálogo entre ellas, y especialmente el diálogo del cristianismo con las otras religiones, viene exigido, favorecido y normalizado por la propia estructura de la religión.

En cualquiera de sus posibles etimologías, (PRANDI, C. 1997: 285-289): abandonar, religación, relectura, reelegir… el término religio implica una acción relacional. Sea lo que sea la religión, es algo "relativo" a otra realidad (deidad, la llama Zubiri), que motiva un abandono de posturas anteriores y anteriores absolutos para "abandonarse" totalmente en la nueva relación; suscita una vinculación radical; fundamenta una reinterpretación de la vida (aquello de la cosmovisión) y, continuamente se apoya en una elección que resume y recrea anteriores opciones. La estructura del hecho religioso, aún con sus elementos de identidad y diferenciación, creadores de comunidades y criterios de incorporación y exclusión, será siempre un hecho de comunicación, eso y no otra cosa es una revelación.

Esta íntima "relatividad" o estructura dialogal forma parte de modo muy especial del cristianismo. Como muy bien señala Gesché (1988: 315-341), no hay que buscar las razones para el diálogo fuera de la religión, sino dentro de ella misma, y en el caso del cristianismo, hay unos "campos de inmanencia", lugares centrales de la Escritura (por ejemplo ARIARAJAH, W. 1998) y la tradición, que permiten presentar la propuesta cristiana de salvación, respetando su especificidad, pero sin la rigidez ni el apabullamiento de quien afirma para no dejar ya nada más por decir. Conviene citar esos campos de inmanencia, más o menos presentes en la actual fundamentación teológica de la apertura del cristianismo a las otras religiones: el reconocimiento de la inefabilidad de Dios (mística y teología negativa); la reserva escatológica, con su referencia a "otro tiempo", ese ya sí, definitivo y total; la santísima Trinidad (especialmente se subraya hoy el papel universalizador del Espíritu Santo) y su plural relacionalidad; la inter-religiosidad de la Biblia cristiana (compartida con los judíos) y del propio Antiguo testamento, testigo de otras tradiciones religiosas; la negativa a renunciar a una racionalidad acompañante de la fe; la oposición a la idolatría, incluida la eclesio-latría. Algunos añaden, y no sin razón, la íntima y constitutiva apuesta del mensaje cristiano por la paz y la solidaridad, la cual remite antes o después, a la educación en el respeto y valoración de las diferencias.

Sin embargo, históricamente sobran muestras de la tendencia de las religiones a resaltar el aspecto diferencial, reforzar hasta el aislamiento los lazos del grupo y deslizarse por la pendiente de la intolerancia y el exclusivismo. También de esto, sabe bastante la historia del cristianismo.

Pero, se trata de diálogo, y ese hecho comunicacional de interrupción de lo propio y encuentro con lo ajeno, también tiene sus propias exigencias metodológicas. La primera, que contra toda posible abstracción en el tiempo y el espacio, el diálogo siempre necesita explicitar el contexto que lo sitúa y en el que se sitúan los interlocutores para saber de qué habla cada uno. Dialogan las personas que viven la religión, y a través de ellas sus formulaciones doctrinales. Y, si no queremos perder el tiempo, dialogamos porque nos va en ello algo que nos afecta decisivamente. Si de diálogo se trata, el encuentro entre las religiones versará sobre realidades en las que les vaya la vida, diálogo de lo vivido, (ésta es la primera forma de diálogo interreligioso señalada por el SECRETARIADO PARA LOS NO CRISTIANOS, junto al diálogo del compromiso por la liberación, el diálogo intelectual y el de las experiencias de oración y contemplación, cfr. DUPUIS, J. 1991: 310-311; 328-330) que sea lo suficientemente relevante como para alcanzar ese lugar fronterizo donde lo propio queda expuesto, a la intemperie y lo ajeno empieza a aproximarse, a irrumpir con la fuerza de lo que se revela y me revela a mí mismo expuesto ante el otro. Sin este riesgo, cualquier conversación es monólogo, declamación, palabras ociosas de las que habrá que dar cuenta pues ellas nos juzgan (Mt 12, 36-37).

Tal vez, la mejor formulación de la actualidad del diálogo entre las religiones, su contexto más relevante, sea la deuda histórica que las religiones tienen contraída con la humanidad. De esto, sí que merece la pena dialogar. Las religiones han ocupado un lugar en la historia de las culturas porque abordaban y encauzaban necesidades espirituales hondamente arraigadas en la autoconciencia del hombre. Necesidades y preguntas que configuran en parte la identidad del hombre y su imprescindible relación con la realidad a la que pertenece (CIC 2566). Sin embargo, en el desarrollo histórico de las religiones, éstas no han escapado a las leyes de las implicaciones sociales propias de cualquier institución: dependencias, influencias, ocasiones para desvirtuarse. En este proceso, las religiones, no sólo han olvidado frecuentemente sus principales metas, sino que, y esto ha sido totalmente contraproducente, han ofrecido una buena gama de aberraciones: violencia, explotación, intolerancia, injusticias sociales. La deuda histórica de las religiones se paga con la vuelta de éstas a sus originales planteamientos. No se trata de una propuesta purista de regreso al paraíso terrenal, sino de una sincera tarea de reencuentro con lo más auténtico de la religión y de cada una de ellas. El carácter repetitivo de los tiempos litúrgicos, de las fórmulas rituales, de los relatos cosmogónicos, bien nos pudieran indicar que forma parte de la misma estructura o forma de lo religioso ese retorno, no tanto a su momento fundacional cuanto a su intuición originante. Merece la pena releer a Eliade. Las religiones tienen que dialogar para descubrir su propio rostro en las otras y dejar de servir como excusa en guerras y silencios, o peticiones aisladas de clemencia sin justicia, de reconciliación sin reconocimiento ni conversión (Vaticano - Pinochet).

El monstruo temido en la todavía corta trayectoria del encuentro interreligioso (y de la teología de las religiones) es el relativismo (JOSEPH RATZINGER: 1997). Quede ya de antemano fuera de lugar la "relativista" postura de que todos decimos lo mismo. Para aportar, lo que cada religión tenga que aportar en el diálogo, tiene la ineluctable tarea de ser ella misma y creerse su propia verdad con todas sus consecuencias (COMISIÓN TEOLÓGICA INTERNACIONAL 1996: El Cristianismo y las otras religiones). Concretamente, las principales líneas de identidad de las religiones, más o menos abandonadas por el camino, son: la oferta de una vía de crecimiento espiritual de la persona y la sociedad; la convicción de la intocable dignidad del ser humano (y la apuesta consiguiente por los valores que preservan dicha dignidad: la igualdad, la justicia, la paz y la solidaridad) y el conocimiento de un nivel de absoluteidad que permite relativizar las mediaciones, incluidas las de la propia religión. Sobre esto, es sobre lo que hay que dialogar, sobre lo que merece la pena confrontar e intercambiar las experiencias de fe y las aportaciones de las distintas mediaciones religiosas. La humanidad necesita que ni una sola injusticia más lleve el sello de la religión. Las religiones deben dialogar para pronunciar juntas el voto del bodhittsava Dharmakara: no entrar en el nirvana sin conseguir facilitar dicha entrada a todos los hombres y mujeres (F. SCHUON 1998: 153-165). Es el voto compasivo que vemos en la negociación de Abraham con Yahvé para salvar al máximo de habitantes de Sodoma (Gn 18, 16-33). Es el voto comprometido que pronuncia Jesús de Nazaret en la cruz: te lo aseguro, tú estarás hoy conmigo en el paraíso (Lc 23, 43). Sin caer en un pragmatismo o reduccionismo funcionalista, aquí se juega la verdad primera sobre la que hay que dialogar. Esta ortopraxis, creo que ya no se limita a un relativismo moral que supedita la verdad al resultado de la acción, pues de salvación se trata, y eso ya, son palabras mayores y no mera palabrería sobre el descentramiento (RATZINGER, J. 1997: 254-255).

2. El problema de la verdad y las verdades.

Entendido como una irresponsable equiparación de todo vale y todo da igual, sin más matices ni explicaciones, pocos, al menos dentro de las propias tradiciones religiosas y desde la teología de las religiones, mantienen un relativismo tal cual. Que cada tradición religiosa concurra al diálogo desde su convicción de verdad, eso da valor de autenticidad a la intercomunicación entre las religiones, de no ser así, no habría auténtico diálogo, sino mera yuxtaposición de posturas diferentes. La verdad, la pretensión de validez universal en una mayor o menor medida, forman parte del punto de partida para cada religión en su diálogo con las otras y es presupuesto de validez en el avance mismo del diálogo (COMISIÓN TEOLÓGICA INTERNACIONAL 1996: 101).

En tanto mantengamos la prórroga de la concepción intelectualista, positivista y espacial de la verdad, será muy difícil salir del callejón del principio de no contradicción, de la verdad exclusiva y excluyente, unívoca y monolingüe. Y el caso es que, además de las filosofías de la existencia (incluido el personalismo cristiano), la hermenéutica y la trans-ontología de Levinas, la propia concepción bíblica de verdad, abre puertas para salir de la estrecha concepción racionalista que ata la verdad a los enunciados lógicos o a las conclusiones de la investigación empírica. Una verdad entendida como apuesta que verifica su validez en el resultado final del sentido vivido en dicha apuesta (Dt 11, 26ss; 30, 15-20) o como consecuencia de la coherencia con la verdad del amor de Dios por sus criaturas, es la luz que ha de servir para alumbrar (Mc 4,21-22; Jn 4,4) Una verdad así comprendida y vivida, desborda el reducido campo de acción de la contraposición verdadero-falso, puede prescindir de lógicas binarias y convivir con diferentes aproximaciones y formulaciones existenciales de la verdad. Ni que decir tiene que esto es tan relativo (en el sentido de "estar en relación con", que no relativista) como lo es la encarnación, la antropología fraterno-filial que inaugura el Hijo o la interrelación trinitaria que habita el misterio divino.

Cuando de una verdad existencial se trata, cuando está en juego experimentar la propia vida como significativa (con sentido), la verdad bien pudiera ser un acontecimiento que se desvela, que va revelando y, al mismo tiempo, permanece en parte oculta. Esta idea de Heidegger, aplicada no ya al ser, sino a las experiencias de sentido fundacional de nuestra conciencia (la comunicación, el amor, la ausencia, la donación y el compromiso, por ejemplo) muestra que efectivamente se da un ocultamiento y al mismo tiempo una aparición, un encuentro. Al mismo tiempo (simultaneidad). Una sencilla fenomenología de todas estas experiencias confirmaría la vivencia de la verdad como algo que permanece indisponible, por más que haya dejado, generosamente, una carga de crecimiento personal, autoconocimiento y arraigo en la realidad. Y si esto fuera cierto para nuestras experiencias de amor, la soledad o el dolor, ¿cuánto más no lo fuera para nuestro conocimiento de aquél que es el que es y está y será y está siendo y nos hace ser?

Esa misma indisponibilidad u ocultamiento parcial de las verdades pertinentes en el ámbito de la existencia, dirigía los pasos de la filosofía hermenéutica hacia el reconocimiento de unos límites que, por ser constitutivos del propio conocimiento, lejos de imposibilitar se presentaban como la única ocasión para conocer. Se trataba de los límites de las propios prejuicios (precomprensión), de la autoimplicación en el conocimiento (círculo hermenéutico) y del salto temporal y cultural que suponía el acto interpretativo (tradición). Así limitada, la interpretación de acontecimientos, textos y contextos, exigía una operación de autoconciencia de la propia tradición para acceder a otro universo significativo. Esta fusión de horizontes nos aboca de nuevo a una concepción simultánea de la verdad. Juntas, en el acto interpretativo, surgen varias verdades pertenecientes a tiempos distintos y legítimas cada una para su tiempo y todas juntas para la correcta marcha de la comprensión. Pero, la simultaneidad es fruto del proceso interpretativo, logro de su esfuerzo por poner o leer cada verdad, con su propio tiempo, en el momento compartido del esfuerzo hermenéutico. Es ésta, una verdad que llega en la conversación con el acontecimiento significativo. Gadamer recoge de Kierkegaard la noción de simultaneidad como forma de la verdad que se da en el encuentro de un tiempo con otro. Una verdad con su propia temporalidad e historicidad (H. G. GADAMER 1992).

Levinas rescata la temporalidad del ser y nos ayuda a recuperar con ella un acceso a la verdad en estado de espera (la verdad siempre prometida). Sin embargo, la temporalidad del ser que es otra cosa que ser, que trasciende, supone siempre ruptura, diacronía e imposibilidad de la simultaneidad. La proximidad del otro, el diálogo que nos hace, da cuenta de esa irreductibilidad de lo distinto, y por eso nos trasciende. Pero en el otro hay una reminiscencia, un pasado, su rostro nos habla de otro tiempo y al menos nos aproxima a él.

La recepción teológica de esta racionalidad abierta, que no renuncia a la pretensión de verdad pero ve a ésta de modo más vital y hospitalario, más ajustada al tipo de conocimiento que la experiencia religiosa despierta, también podría apoyarse en la propuesta de Trías (1999) de una filosofía del ser del límite y la razón liminar o fronteriza.

3. ¿Universalidad o contemporaneidad?

La teología que haya de servir al diálogo entre las religiones, deberá abrir un hueco a la modestia lingüística, que no es sino realismo creyente con la fe y coherencia con la índole conversacional, dialogal de la religión. Ahora que, hasta la más que sacralizada razón científica moderna ha descubierto la verdad por aproximación, resulta extraño que la teología no pueda decir con tranquilidad que su discurso no escapa a la ambigüedad de toda expresión y saber humano, máxime tratándose de un lenguaje sobre la Realidad inaprehensible por excelencia. Es más, son precisamente las religiones, las que mejor debieran resistir a los intentos de colonizar la verdad (como hicieron la razón instrumental y sus derivados científicos, técnicos y políticos) y negar la pluralidad y ambigüedad de las tradiciones. Pero ello supone también que la certeza del discurso teológico deberá quedarse - y es mucho - en una adecuación relativa y provisional (D. TRACY 1997: 127 – 168) .

Y sin embargo, con toda la modestia requerida, el diálogo interreligioso no dejará de ser diálogo de diferentes interpretaciones de una búsqueda que, por muy común que sea en el fondo, no deja de concretarse en diferencias irreductibles. Y esta es la contemporaneidad. Desde la interpretación cristiana creemos y aportamos al común encuentro de las religiones, que Jesucristo hace realidad la iniciativa de Dios Padre de ofrecer a todos la salvación. Y lo creemos como la verdad única y común, que no podemos poner en suspenso ni nos impide decir que todas las religiones son contemporáneamente verdaderas, como hace la Comisión Teológica Internacional (1996: 13) Contrástese con la visión de Torres Queiruga (1992: 29 – 31).

A duras penas, los primeros cristianos se sacudieron de encima el exclusivismo judaizante a favor de la apertura a los gentiles, a favor de la propia apertura del mensaje evangélico. Pero, la normalización imperial del cristianismo dará lugar a un traslado de la universalidad salvífica: de ser una oferta para todos a la única verdad válida para todos. Que la universalidad del cristianismo sea compatible con la particularidad mediadora de Jesús, el hijo de María, es más, que esa mediación histórica, concreta sea necesaria para la revelación del amor universal ofrecido en Jesucristo, el hijo de Dios, lo pone bien de manifiesto la reflexión teológica de Torres Queiruga sobre la revelación y sobre el diálogo de las religiones (1987; 1992). Torres Queiruga habla de una revelación mayéutica, realizada en el proceso histórico por el cual se realiza la salvación, pues sólo en él se realiza nuestra propia vida. Cuando concebimos - y experimentamos en nosotros mismos y nuestra comunidad - que la revelación y la respuesta a ella, la fe, son realidades dinámicas y realizadas en proceso, entonces es más fácil comprender que la salvación que Dios nos aproxima tocando nuestra carne en la carne de Jesús, es universal a través de la particularidad de los procesos.

Esa es nuestra verdad universal o contemporánea con otras interpretaciones de la verdad, la que nos impide seguir el llamado modelo pluralista del diálogo interreligioso, o contemporizador, que preferimos decir en este ensayo. Creemos que, en Jesucristo, Dios se hace salvación. Una salud, que difícilmente se puede reducir, sin empequeñecer al amor de Dios, a un grupo, por muy confesante que sea de esa verdad que da sentido a nuestra fe, que es el fruto de nuestra fe. Pero, la fe misma, no es mero reconocimiento intelectual de la calidad universalmente salvífica de Jesucristo. Es sobre todo una decisión de vivir dicha verdad. Al igual que el Buddha decía que nada tenía que ofrecer, para quienes el suelo no ardía bajo sus pies, Jesucristo insiste que lo que él propone, es atreverse a vivir la verdad. Y llama al seguimiento, predica la conversión de vida, profundiza la idea de culto con la de coherencia fraterna. De ahí el enigmático y comentado silencio ante la pregunta de Pilatos por la verdad (Jn 18,38): si no has de vivirla, de nada sirve saber qué cosa sea la verdad.

4. Algunos senderos con encrucijadas.

La novela Ivanhoe, de Walter Scott, arranca con un paisaje donde aun se ven unas ruinas druídicas, y muy cerca, acaece un encuentro en una encrucijada, con la cruz separando un camino de otros ¿o uniéndolos?: y uniéndolos. La cruz que marca el lindero de la desviación es también la misma que une este camino que es verdad y vida con aquellos otros que también lo son, en una simultaneidad de tiempos de salvación que no se pueden sumar (pluralismo) ni restar (exclusivismo) ni tampoco diluir bajo la marca de mi propio recorrido (inclusivismo). La consagrada y puesta en cuestión triple clasificación de los modelos del diálogo religioso, adolece de esa razón espacial que no puede escapar a nuestra carencia de ubicuidad. El inclusivismo en meter dentro de nuestra verdad la concepción del otro. El exclusivismo es negar lo que se queda fuera de la propia verdad. El pluralismo coloca una al lado de la otra. En el modelo de formalización temporal, las diferentes verdades religiosas permanecen inasimilables, como lo son las horas y los minutos de las decisiones que cada uno ha de tomar y llevar a término para dar sentido a la existencia. Pero confluyen en el preciso instante en que se separan, porque en esa bifurcación están ya compartiendo una común necesidad de búsqueda, la que motiva el giro, la profundización, una radicalización o un camino medio. Proponemos tres puntos de bifurcación y encuentro sobre los que sería preciso dialogar.

A. El sentimiento de adoración y entrega arrobada, el conocimiento de un límite ilimitado, rebaja en la religión la soberbia egoísta de contentarse con lo ya conocido. Porque somos conscientes de que lo adquirido, se queda siempre en las inmediaciones. Presentimos mucho más. Lo dicho, deja mucho por decir. Las corrientes místicas y las teologías más radicales sugieren, en distintas tradiciones religiosas, no rendir pleitesía a una determinada formulación teológica, litúrgica o disciplinar, que como la escalera de Wittgenstein, hay que tirarla después de haber subido por ella. O aquella balsa, que según Buddha, no debiéramos cargar con ella después de atravesar el río. Jesús era más expeditivo y hablaba de la hipocresía de quienes abrumaban a los demás con fardos pesados que ni ellos mismos podían llevar. Para ayudar a las sociedades actuales a no idolatrar un determinado tramo del desarrollo humano (económico, científico o técnico), las religiones deberán conversar entre ellas sobre sus recuerdos de la Gloria de Dios descendiendo sobre Sion.

B. La dimensión espiritual que permite que el hombre tenga una conciencia integral de sí mismo y sus implicaciones históricas, tuvo en las religiones una poderosa escuela y espacio de realización. Hoy, las coordenadas culturales hacen difícil que el hombre y los grupos encuentren las huellas que ellos mismos trazaron en la movediza superficie de la autorrealización y el crecimiento personal y comunitario. La verdad de cada tiempo de salvación arrostra el reto de provocar la nostalgia de ese ámbito de evolución espiritual. Por otra parte, cada tradición religiosa ha ido vendiendo por el camino de la historia, parte de su tesoro de insatisfacción antropológica, imaginación existencial y autonomía axiológica, cualidades que les permitían ensanchar las posibilidades humanas de trascendencia desde la propia auto-aceptación.

C. La ramificación en la que Dios esté esperando a todos los que le buscan en cualquier religión, la cruz del término, es el inaplazable compromiso por el hombre que sufre. Todas las religiones, han conocido el absoluto destino del hombre y saben de sus entrañas de compasión y deseo de vida para todos. En la Palabra encarnada, Dios ha dado el primer paso de solidaria entrega por la justicia y la paz. Tendremos que discutir sobre el punto de destino de nuestras oraciones, sobre el concepto respectivo de cada religión sobre Dios, pero mientras tanto, como hicieron Juan Pablo II y los representantes de diversos credos religiosos en Asís, rezaremos juntos por la paz. Y cuando se abra el séptimo sello, habrá un silencio como de media hora, el tiempo justo de reunirnos todos en el mismo tiempo de salvación.

BIBLIOGRAFÍA

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