Francisco Javier Avilés Jiménez
Introducción: Hablar de María y la Eucaristía en la Iglesia de Albacete en el
año 2006
La teología tiene siempre su contexto, otra cosa es que no se explicite y entonces parezca o pretenda parecer intemporal. Las siguientes reflexiones sobre el lugar de la madre de Jesús, la Santísima Virgen María, en la vida de la Iglesia, en la fe hecha emoción afectiva (que eso es la auténtica devoción) y en su reflexión teológica (que llamamos Mariología) tienen como contexto remoto, la actualidad de la renovación que el concilio Vaticano II promovió en toda esa vida de la Iglesia, y por tanto también en la Mariología. Más concretamente, nos serviremos de las sugerentes relecturas que del tema mariano hace Pablo VI en la Exhortación Apostólica Marialis Cultus (MC) que tiene la fecha del 2 de Febrero de 1974. El contexto próximo está marcado por dos circunstancias diocesanas, el Plan Diocesano de Pastoral y la celebración de la coronación de la Virgen de los LLanos.
Final del L Aniversario de la coronación de
la Virgen de
los Llanos.
Desde el 7 de
Diciembre de 2006, la iglesia diocesana, especialmente la de la ciudad de
Albacete, ha celebrado el aniversario de la coronación de la Virgen de los Llanos.
Fueron muchos actos, hubo mucha gente, tuvo mucha relevancia eclesial y local.
Ya toca a su fin esta conmemoración y, por aquello de la fragilidad de la memoria,
incluida la próxima, debiera dar lugar a una mínima consideración sobre lo que
este evento ha supuesto para las comunidades y sus miembros. Algunos que no
vivimos el hecho que ahora se ha conmemorado, hemos descubierto que hay más
espíritu mariano del que parece a primera vista. Para quienes trabajamos al
servicio de la pastoral en la ciudad, también aporta luces en la comprensión
del sentido religioso de Albacete. No es la población local un dechado de calor
y expresividad religiosa. Eso ya lo sabíamos. Es más, esta sobriedad es una
nota de nuestro ser y no tiene por qué calificarse de carencia o defecto. Pero
resulta interesante comprobar la vitalidad y la fidelidad de la historia
creyente. Cristianos que sin grandes alharacas son sin embargo representantes de
una trayectoria que ha sabido aceptar cambios y ha permanecido constante en su
vivencia de la fe y de la pertenencia eclesial. Por ello mismo, me atrevo a
pensar que, después de haberle concedido su lugar a la manifestación pública de
la fe, que toca ahora saber recoger esa herencia de una religiosidad nada
triunfalista ni arrolladora, pero imponente en su convicción y su flexibilidad
histórica.
Comienzo del programa pastoral 2006 – 2007:
Vivir de la Eucaristía
A la espera
de un nuevo obispo, pero en clara continuidad con nuestra propia práctica
pastoral diocesana, acabado el anterior plan pastoral, se nos presenta con
duración anual el de la Conferencia
Episcopal: Vivir de la Eucaristía. Su nombre alude a la última encíclica de Juan Pablo II Ecclesia
de eucharista (EdE: 17 de Abril de 2003). El programa pastoral de la Iglesia, como el propio
papa anterior nos recordaba en esa encíclica, ya está dado y ahora se trata de,
con cualquier programa que acentúe los elementos que mejor respondan a nuestra
situación social y eclesial, actualizar nuestro seguimiento de Jesús el Cristo
aquí y ahora. Pero cada tiempo y cada lugar concreta y especifica esa común
tarea. Nuestro tiempo y lugar han de caracterizar un modo de asumir esos
objetivos pastorales que mejor nos ayuden a vivir de la Eucaristía, para vivir
como verdaderos creadores de comunión con Dios y entre los hombres. Esta
concreción exige que conozcamos y expresemos nuestra particularidad, que sin
ser nada excepcional, es el rostro de la Iglesia en Albacete. Merece la pena reflexionar
juntos qué elementos resaltan hoy en nuestro modo de ser Iglesia y de servir al
pueblo que vive en esta tierra.
Signos de los tiempos: Una Iglesia más
libre en un mundo herido
Pero, junto a
esas concreciones albaceteñas, que necesariamente debiéramos saber encontrar,
prevalece la unidad del mundo al que pertenecemos y de los problemas con los
que vive la mayoría de la humanidad: las guerras y sus causas, la inmigración y
sus causas, la pobreza y sus causas, la violencia contra la mujer y sus causas.
Estas heridas que sangran aunque a veces nuestra sociedad de consumo y ocio
quiera ocultarlo, claman, como la sangre del justo Abel desde la Tierra que todos
compartimos al Dios en quien creemos. Y la Iglesia, para responder con su caudal de amor
curativo, de fe iluminadora y de comunión mediadora, debe ser cada vez más
libre. No sin convulsiones, la iglesia española se enfrenta a sucesivos pasos
en el proceso de secularización de la sociedad y de tránsito a un Estado laico.
Lejos de ser una amenaza, por muchas dificultades que suponga, este proceso
puede permitirnos reencontrar la libertad de condicionamientos externos y la
autenticidad de los posicionamientos y compromisos internos. Una mayor
autonomía en la financiación puede ser un paso ilusionante en el camino de
tomar las riendas de nuestra propia comunidad y anteponer lo esencial del
evangelio a otras consideraciones.
I. Ni
exageración ni estrechez de espíritu: Marco conciliar del culto a María
La propuesta
de ver a María como mujer eucarística, parte del papa Juan Pablo II, quien en
su encíclica dedicada a la
Eucaristía, Ecclesia de
eucaristía (17 de Abril de 2003) titula el capítulo VI y conclusivo (nn. 53
– 58): En la escuela de María, mujer eucarística.
Allí nos invita a relacionar el acto de fe con el que podemos comprender y
vivir el mysterium fidei con el fiat de María a Dios, y ello por toda la
vida de María y su participación en la vida de Jesús. Antes de abordar
brevemente el significado y las aportaciones que pueden tener para nosotros la
mirada sobre María como mujer eucarística, merece la pena hacer algunas
acotaciones sobre el lugar de la
Virgen en la vida de la Iglesia a la luz del Concilio Vaticano II.
En su último
capítulo, el VIII, la constitución dogmática sobre la Iglesia Lumen gentium (nn. 52 – 69) trata sobre la Bienaventurada
Virgen
María, Madre de Dios, en el misterio de Cristo y de la Iglesia. El título mismo de este
apartado, que es el principal dedicado a la Madre del Señor en los documentos conciliares, ya
indica que el lugar de María en la fe y el culto de la Iglesia se deriva del
misterio de Cristo como pilar fundamental de nuestra fe: Uno sólo es nuestro Mediador (LG 60 en cita de 1 Tim 2, 5 – 6).
Esto, que podría parecer una perogrullada, el concilio lo remarca con claridad porque
así lo hacía necesario la historia de la veneración a María, afectada no poco
de una inflación de emotividad y una carencia de interna coherencia teológica. La Lumen gentium hace primero un repaso de la relación de María
con la historia de la salvación: precedentes en el AT, la Anunciación, madre de
Jesús, presencia en el ministerio público de Cristo y el reconocimiento
creyente de su Ascesión e Inmaculada Concepción. Después y en virtud de lo
anterior se confirma su lugar en la
Iglesia; su maternidad espiritual, la mediación en la
salvación y su valor como tipo para toda la Iglesia. Pero
también se hacen unas recomendaciones (LG 67) para que el lugar de María en la
vida de la Iglesia
no se disocie (y desnaturalice) de su entronque en el único y común
acontecimiento salvífico de Jesucristo. En la misma línea Pablo VI, exhortación
apostólica Marialis cultus (1974) y
Juan Pablo II con la encíclica Redemptoris
mater (1987) desarrollarán ampliamente los fundamentos y límites de una
mariología auténticamente cristiana, que es la que debe sostener el culto a la Virgen en su sentido y
expresiones.
Vaya de antemano
que las precauciones y correcciones que el concilio hace vienen sólo después de
haber afirmado la preeminencia del culto mariano en la vida litúrgica y
devocional del pueblo fiel: María, que por la gracia de Dios, después
de su Hijo, fue ensalzada por encima de todos los ángeles y los hombres, en
cuanto que es la
Santísima Madre de Dios, que intervino en los misterios de
Cristo, con razón es honrada con especial culto por la Iglesia (LG 66). Tres son los destinatarios y tres
los encargos del concilio a la hora de orientar el culto mariano:
1.- Todos los hijos de la Iglesia: fomentar el culto a la Santísima Virgen
Para que no
quepa duda, lo primero es preservar la importancia de la expresión creyente del
reconocimiento de la Iglesia
para con la madre del Salvador. Es tarea de todos que dicha expresión cultual
permanezca viva y eficaz en su poder de explicitación del misterio de Cristo y
de la realidad profunda de la Iglesia. Hay
acentos y horizontes de la fe en Cristo y de la dimensión eclesial de dicha fe
que se han aclarado, profundizado o concretado por este culto. Valgan tres
ejemplos. La devoción mariana ha sido durante siglos de oscurecimiento del
carácter judío de Jesús, el eslabón más tangible de la vinculación de Cristo
con su pueblo y su historia. Por otra parte, la comprensión de la Iglesia como madre de los
discípulos bebe y se ilustra de la veneración a María como madre del Maestro.
Por último pero no menos importante, el culto a María compensó la expresión de
la fe de una carga excesivamente masculina que no pertenece tanto a la fe
cuanto a sus formas historico – culturales. En esta línea, el teólogo brasileño
Leonardo Boff pudo hablar de María como “rostro materno – femenino decimos
nosotros – de Dios”
2.- Teólogos y predicadores: evitar la falsa exageración y la
estrechez de espíritu
La falsa
exageración viene por ese barroquismo del lenguaje de la piedad y de las forma
de la devoción, que al afirmar la grandeza y excepcionalidad del lugar de María
pueden llegar a una divinización que se soslaya con la del Verbo y distorsiona
la concepción creyente de Dios. Puede que de forma explícita no se llegue a estos
extremos, pero oraciones, cantos, procesiones y u sin fin de tradiciones, no
siempre mantienen como se debiera la estrecha conexión con la base bíblica de
la fe y con su íntima centralidad cristológica. Pero también hay un voto a
favor de la tradición mariana cuando se reclama que no se la juzgue con
estrechez, vale decir, con un racionalismo teológico (MC 34 – 37) que ignore
las razones que el pueblo, verdadero depositario de esta tradición, ha tenido
para reivindicarla desde los primeros siglos. Aquí, a la teología se la invita
a estar más atenta a la lex orandi
que está en una circularidad permanente con la lex credendi.
3.- Los
fieles: La verdadera devoción, ni
sentimiento pasajero sin frutos ni credulidad vacía.
Veamos cómo concreta Pablo
VI en la exhortación apostólica Marialis
cultus, los derroteros que ha de tomar una devoción “verdadera”: Referencia trinitaria, cristológica y eclesial
(MC 25 – 28)
El marco
teológico de la devoción a María no puede ser, para no dejar de ser cristiano,
sino el de la acción salvadora de Dios en Jesucristo por medio de su Espíritu.
Y dicha acción, nosotros la descubrimos y actualizamos en la Iglesia. La devoción a María
tiene sentido sólo si nos conduce a contemplar cómo Dios hace realidad en la
creación y la historia su promesa de vida y plenitud cumplida con creces en la
vida, muerte y resurrección de Jesús de Nazaret. Pablo VI (MC 26) pone como
ejemplo una oración de San Ildefonso:
Te pido, te pido, oh Virgen Santa, obtener a Jesús por mediación del mismo Espíritu, por el que tú has engendrado a Jesús por obra del Espíritu, por el cual tu carne ha concebido al mismo Jesús (...) Que yo ame a Jesús en el mismo Espíritu en el cual tú lo adoras lo contemplas como Hijo. En definitiva, añade
Pablo VI, por si fuera necesario,
quisiéramos recalcar que la finalidad última del culto a la bienaventurada
Virgen María es glorificar a Dios y empeñar a los cristianos en una vida
absolutamente conforme a su voluntad (MC 39). He ahí la verdadera devoción, y el Papa la concreta en una cuádruple orientación: bíblica, litúrgica, ecuménica, antropológica
(MC 29 – 39)
Para
una verdadera localización de la devoción mariana en el culto cristiano debe
darse una justificación bíblica. Y la Biblia no es sólo la
literalidad sino la tradición y la investigación. Hoy, no es lo mismo que algo
aparezca o no en los escritos más antiguos o esté sólo en una fuente, o el
género literario que se emplee. La lectura de la vida y el papel
histórico-salvífico de la madre de Jesucristo, nuestro Señor, no puede depender
exclusivamente de Lucas o de los evangelios de la infancia. Es precisa una
visión coherente con el conjunto del NT y con las claves internas del mismo. La
base exegética para interpretar, por ejemplo, el anuncio del puesto de María en
la Historia
de la Salvación
en el protoevangelio del Génesis o en los profetas, debe situarse en su justa
medida, como una interpretación y no como una premonición histórica. Por no
hablar del carácter teológico de los evangelios de la infancia.
De
cara a la orientación litúrgica del culto a María, debiera bastar
con lo que precisa la constitución conciliar del Vaticano II dedicada a la
liturgia: En la celebración de este ciclo anual (el año litúrgico) de
los misterios de Cristo, la Santa Iglesia
venera con especial amor a la bienaventurada Madre de Dios, la Virgen María, unida con un
vínculo indisoluble a la obra salvadora de su Hijo; en ella mira y exalta el
fruto excelente de la redención y contempla con gozo, como en una imagen
purísima, aquello que ella misma, toda entera, desea y espera ser (SC 103).
Vale decir que dicha veneración mariana se da dentro del Año Litúrgico
porque es siempre en relación con la Historia de la Salvación, así como que
por ello, es en referencia al centro de dicha obra: Jesucristo. Y que la Iglesia se ve en María
anticipada.
También nos viene dada por la fuerza de los hechos: estamos divididos, y
por ello cuando el texto anterior de la Sacrosanctum
Concilium habla de la Iglesia “toda entera” ya hace referencia a un
desideratum que exige la consideración de las otras partes. Si nos tomamos en
serio este criterio de corrección eclesial ecuménica para el culto mariano,
habremos de poner freno a las afirmaciones que ignoran el problema de las
diferentes maneras de entender el papel y la naturaleza de María en la vida de
fe. Valgan estas palabras del teólogo protestante Kart Barth [1]para
poner una base común al diálogo sobre María en la división de las iglesias: Esta
es “la” respuesta cristiana a la cuestión de la mujer: la mujer, o sea, la
“virgo”, la Virgen María,
está aquí decididamente en primer plano. Independientemente del alcance de
las posteriores afirmaciones dogmáticas y cultuales sobre la Virgen María, este primer plano
debe servir de plataforma común que impida rechazar o hacer incompatibles los
desarrollos expansivos de dicha prioridad mariana (iglesias Católica y
Ortodoxas) o reduccionistas (iglesias Evangélicas). En este sentido, Juan Pablo
II en la encíclica Redemptoris Mater apostilla:
Entre tanto es un buen auspicio
que estas Iglesia y Comunidades eclesiales concuerden con la Iglesia católica en puntos
fundamentales de la fe cristiana, incluso en lo concerniente a la Virgen María. En efecto, la
reconocen como Madre del Señor y consideran que esto forma parte de nuestra fe
en Cristo, verdadero Dios y verdadero hombre. (RM 30)
- Dimensión antropológica del
culto a la Virgen María.
Hoy es inexcusable la apelación a la cuestión de la mujer. Después de milenios
de patriarcalismo y sexismo, el movimiento de visibilidad de su lugar y papel
en la sociedad, con la superación de esquemas culturales y el cambio de roles
sociales, permite a la mujer ocupar espacios vedados y complementar así, ahora
de verdad, la realidad humana en su diferencia de sexos e igualdad de dignidad.
Un elemento importante de este cambio, y que debiera afectar a la mariología y al
culto a María es el doble reconocimiento de que ni la maternidad es la única
vía de realización de la feminidad, ni sólo la mujer es generativa.
Pero
también son elementos antropológicos la consideración de la maternidad en la
época y cultura del Nuevo Testamento, así como la evaluación de los elementos
culturales y sociales que pesan a lo largo de la historia en la configuración
de los lugares típicos y el ideario de la devoción mariana. Influye mucho, como
así lo han hecho ver algunos autores, el lugar de la mujer y la madre en las
sociedades mediterráneas en tiempos de Jesús y hasta ahora: Las personas
mediterráneas vivían en una sociedad en la que la principal institución social
era el parentesco [2].
Por otra parte, a la hora de evaluar la autenticidad y pertinencia del culto
mariano, no se puede ignorar las funciones que ocupan en la vida de los grupos
sociales los ritos y las fiestas.
II. María es
mujer eucarística con toda su vida (EdE 53)
Dice con
razón el papa Pablo VI que no veneramos a María por lo que hizo sino por lo que
llegó a ser en el orden de la vida de fe: la Virgen María ha sido propuesta siempre por la Iglesia a la imitación de los fieles no precisamente por el tipo de vida que ella llevó y, tanto menos, por el ambiente socio - cultural en que se desarrolló, hoy día superado casi en todas partes, sino porque en sus condiciones concretas de vida Ella se adhirió total y responsablemente a la voluntad de Dios (cf. Lc 1, 38); porque acogió la palabra y la puso en práctica; porque su acción estuvo animada por la caridad y por el espíritu de servicio: porque, es decir, fue la primera y más perfecta discípula de Cristo: lo cual tiene valor universal y permanente (MC 35). Veamos como esto es realidad en toda su vida y, por ello, es mujer eucarística.
1.- Mujer: porque ha mirado la humillación de su esclava: Eucarística es la
justicia que libera
La Eucaristía se celebra
en el tiempo de la historia, y aunque mire a una plenitud que hemos visto
anticipada en Jesucristo, se sitúa en el medio de la vida. Es la suma
desbordante de situaciones y sentimientos lo que llevamos y nos lleva a la mesa
común. Ser mujer cuando María vivió en la tierra, y aun ahora, supone también
un cúmulo de experiencias, algunas de ellas de inequívoca marginación y
desigualdad. Si María es mujer eucarística, entonces en la acción de gracias y
la transformación que se desprende de compartir el Cuerpo y la sangre del
Señor, ella ha de aportar su condición femenina. Y con ella, la de tantas
mujeres que no pueden sino apostar porque se transformen esas situaciones
sexistas de postergación y explotación. Ni que decir tiene que con María, como
mujer eucarística, la Iglesia
toda no puede hacer que la
Eucaristía esté al margen de esa realidad que forma parte de
la vida de quienes celebran el misterio de la fe. Aunque cueste y las
resistencias tengan un peso tan respetable como el de la tradición, la revisión
de las condiciones para el acceso de la mujer a todos los ministerios es
necesaria e inevitable. Y lo que no es de recibo es decir que las mujeres, para
confirmación de dignidad como cristianas, ya tienen como referencia a la Virgen, pues ella lo es
para todos los fieles como la
Eucaristía y el discipulado también lo son. Juan Pablo II, en las cartas apostólicas Mulieris dignitatem (15 de agosto de 1988) y Ordinatio Sacerdotalis (22 de mayo de 1994) ha confirmado la
tradición que reserva a los varones los ministerios ordenados, y para ello se
basa sobre todo en el hecho de que los apóstoles llamados por Jesús eran todos
varones. La profundización del culto y la teología marianas a la luz de las
dimensiones bíblica, ecuménica y antropológica antes citadas, pueden ayudar a
revisar este tema, por más que ahora el magisterio lo da por zanjado.
Además de
estas consecuencias para la visión y presencia de la mujer en la Iglesia, la mujer María de
Nazaret, que no tiene por qué ser un reflejo de la mujer de hoy, pues su tiempo
fue otro muy diferente, tampoco tiene por qué ser una mera sublimación de
virtudes que, con expresiones de la piedad de una determinada época, puede
llevar a graves confusiones. La entrega obediente de la Virgen María no debe servir de
excusa para una presentación de la sumisión como modelo de feminidad. A todo esto
tal vez se refería también Pablo VI cuando, hablando de la dificultad para
tomar a María como modelo, incluso de la falta de afecto hacia su culto, dice: las dificultades a las que hemos aludido
están en estrecha conexión con algunas connotaciones de la imagen popular y
literaria de María, no con su imagen evangélica ni con los datos doctrinales
determinados en el lento y serio trabajo de hacer explícita la palabra revelada.
En este sentido habría que complementar el magisterio mariano con la carta apostólica
de Juan Pablo II, Mulieris Dignitatem y
el debate teológico que empieza en las comunidades y continua en las aulas,
animado especialmente por la existencia de una teología femenina ya madura y
cada vez más productiva.
Durante el pasado 2005 murieron 63 mujeres
víctimas de la violencia doméstica. En lo que va de año han muerto 58 mujeres a
manos de sus parejas. El pasado 2 de Octubre, e Guipuzcoa un hombre intentó
tirar a su pareja por la ventana. Ayer, fue en Barcelona y, además de tirar a
la mujer por el balcón, su agresor le había prendido antes fuego. Esta realidad
debiera formar parte del compromiso liberador al que la Eucaristía nos invita y
para el cual nos da fuerzas renovadas. La mujer eucarística que es María, en
ello nos acompaña y a ello nos ayuda con su intercesión y presencia en nuestra
vida de fe.
2.- Judía: como lo había prometido a nuestros padres: Eucarística es la
esperanza que motiva
Mujer judía,
de raza y fe judías, María enlaza por su propia tradición religiosa a Jesús con
la esperanza del pueblo de la antigua alianza. La esperanza recorre toda la
historia de Israel y los evangelios de la infancia (Mt y Lc) no dudan en ver a
la luz de esa esperanza los acontecimientos que, desde la Anunciación del
nacimiento de San Juan Bautista y de Jesús, hasta el encuentro de Jesús con los
doctores en el templo, hacen de María el eslabón entre la promesa y el
cumplimiento. María debió de formar parte importante en la formación religiosa
de Jesús, en la transmisión de esa esperanza profética que animaba el paso por
la historia personal y comunitaria de Israel. Según el teólogo norteamericano
John Paul Meyer (Jesús, historia de un
judío marginal) los nombres de la familia de Jesús, empezando por los de
María y José y siguiendo por los de sus hermanos, permiten presupones que era
una familia verdaderamente creyente y practicante del judaísmo, y ello en
Galilea, que no era de mayoría judía.
Esta
esperanza que la Virgen María
representa en su relación con su propia fe y la de Jesús es la misma que en la Eucaristía nos ayuda a
encarar el presente como etapa hacia una plenitud que, anunciada en las
lecturas de la Liturgia
de la Palabra,
es gustada como anticipo en la comunión eucarística y fraternal. Esperanza que
debiera ayudarnos a no ser pesimistas ni agoreros, a no condenar el mundo ni la
época que vivimos. Con María, mujer eucarística porque espera la realización
del plan de Dios, los cristianos debiéramos renovar en cada eucaristía nuestras
fuerzas para no abandonar los compromisos, no desalentarnos en las tareas
eclesiales y sociales. Y uno de los principales compromisos para los cuales la
esperanza eucarística que compartimos con María debiera sostenernos hoy es
indudablemente el de la solidaridad y acogida con los inmigrantes.
3.- Madre: el poderoso ha hecho obras grandes por mí: Eucarística es la vida
que crece y hace crecer
Como ya hemos
dicho, dentro de los roles propios de la sociedad mediterránea del s. I, la
maternidad era y es una de las instituciones fundamentales. A este respecto,
conviene que nuestra reflexión sobre la maternidad de María vaya más allá de
los lugares comunes en la predicación y los comentarios espirituales para no
incurrir en una visión exclusivamente teológica y de piedad, si queremos
atender la sugerencia de no perder de vista la referencia antropológica que
necesita hoy la devoción mariana. Hemos apuntado ya que ni la maternidad es el
único camino de realización femenina ni la generatividad procreadora y
educadora es exclusivamente de la mujer. Pero para María que fue la madre de
Jesús – y por ello la Iglesia
resalta que lo es de todos los cristianos – su relación con el Salvador pasar de
modo central por su maternidad.
El mejor modo
de complementar la visión usual de la función materna de María en la vida de
Jesús podía ser visitar un lugar de los evangelios poco frecuentado por
incómodo: El pasaje de la visita de los parientes de Jesús, incluida María,
para hablar con él (Mc 3, 31 – 325; Mt 12, 46 – 50; Lc 8, 19 – 21). Es el mismo
pasaje que da pie a Jesús a proponer un nuevo parentesco basado en la fe y no
en la sangre. Por ese nuevo parentesco del espíritu, por cierto, debiéramos
descubrir una maternidad – paternidad propia de todo seguidor de Jesús en la
medida que se abre a la voluntad de Dios y por ella su vida crece en amor,
generosidad y acompañamiento de los demás. Que Jesús no fundara un hogar, que
no viviera asociado a su propia familia sino itinerante, chocaba con fuerza con
una de las coordenadas esenciales de la identidad personal y social de su
cultura. Por eso mismo tiene más valor la propuesta y le da a la fraternidad
cristiana un alcance que va más allá del mero sentimiento de afinidad. Pero
esta propuesta y la iniciativa familiar que la suscita no se comprende del todo
sin el pasaje aún más incómodo de Mc 3, 20 que no recogen los otros sinópticos [3]:
Vuelve a casa. Se aglomera otra vez la
muchedumbre de modo que no podían comer. Se enteraron sus parientes y fueron a
hacerse cargo de él, pues decían: “está fuera de sí”.
La misión de
Jesús, la comprensión que de la vida y las relaciones supone su predicación del
Reino le ponen al margen de lo normal y bien visto en su sociedad. Que su madre
lo busque y quiera recogerlo, en una intelección todavía limitada de esa misión
novedosa hasta el extremo, lejos de mermar la santidad, la maternidad y la
implicación de María en la vida de Jesús, la sitúan en una esfera que nos es
mucho más cercana. Tal vez esto quiera decir también la alabanza que hace el
concilio a María cuando dice que es Aquélla, que en la Santa Iglesia ocupa
después de Cristo el lugar más alto y el más cercano a nosotros (LG 54).
Como en la Eucaristía, con la que
crece la fe y la caridad, por la que la vida creyente se hace fecunda en
solidaridad y comunión, también en la vida de María, la vida ha crecido y lo ha
hecho con el realismo de lo humano y lo histórico. Si la fe de María en Jesús
ha crecido de manera cualitativa, ha sido porque ella ha recorrido su propio
camino creyente, es esa peregrinación interior a la que alude Juan Pablo II en
la encíclica Redemptoris mater. La
peregrinación, el camino, el proceso, el crecimiento, en María como en todo lo
humano, alude a etapas no a algo realizado de una vez, de manera instantánea.
4.- Santísima Virgen: su misericordia llega a sus fieles: Eucarístico es el misterio de
la fe
Pero, por la
fe en su hijo como el Hijo de Dios, María es vista a la luz de toda la Historia de la Salvación y su persona y
su vida ganan significados que únicamente la fe podía descubrir y que, sólo
desde la fe, se pueden comprender y vivir. Para ello seguimos las indicaciones
que la Marialis Cultus hace Pablo VI
cuando reflexiona sobre la
Virgen como modelo para el ejercicio del culto (nn. 16 – 23),
es decir, como ejemplo de la actitud espiritual con que la Iglesia celebra y vive los divinos misterios (MC 16). Y lo hace proponiendo cuatro imágenes de la Virgen: oyente, orante, Madre y oferente.
- Llena eres
de gracia – Virgen oyente (MC 17) –
El pan de la palabra
Si, como
parece ser, María fue buena creyente de su fe judía; si, por lo que testimonian
las Escrituras, su acogida del papel que le toca en la vida de Jesús y en el
diseño de la acción salvadora, es de apertura, entonces, María es la Virgen oyente, atenta y
dispuesta. Toda su fe se vuelca hacia una historia de promesa que era escuchada
en la lectura de la Ley
y los Profetas. Aquí vemos en la mujer eucarística que es María, la indicación
de que no hay Eucaristía si no se acoge primero el pan de la Palabra. Tal vez venga bien
citar la frase de San Agustín que recoge Pablo VI: "la bienaventurada Virgen María concibió creyendo al (Jesús) que dio a luz creyendo" (Sermo 215, MC 17). Nunca será suficiente el esfuerzo porque todos los que participemos en la Eucaristía para ser buenos oyentes de la gracia que se anunció desde antiguo y nos acompaña para siempre, conozcamos la Biblia, la leamos, la estudiemos, la meditemos y, luego, en la celebración eucarística, podamos escucharla bien, reflexionarla con cuidado para vivirla con esmero.
- Ruega por
nosotros pecadores – Virgen orante (MC 18) – La plegaria
El culto a la Virgen María ha sido una de las
escuelas de oración cristianas que nunca han cerrado. Ha sido también la
escuela de la primera iniciación orante. No en vano una de las funciones que la
fe eclesial le reconoce a María es la de la intercesión. En la Eucaristía, la plegaria
en continua y se hace en todos sus registros: penitencial, de petición, acción
de gracias, invocación, bendición. Pero, al igual que ocurre con las grandes
oraciones marianas (el Rosario y el Ángelus) la oración en la Eucaristía requiere una
interiorización que viene dificultada por la costumbre, la falta de preparación
y la distancia de su humus bíblico. Esta interiorización fue imprescindible
para que María, como decía la frase de San Agustín, concibiera y diera a luz
“creyendo”, y lo es para que nosotros celebremos y comulguemos la Eucaristía “creyendo”.
Hoy, a María eucarística en su actitud orante le pedimos que nos ayude a no
separar nuncia, ni en la eucaristía ni en el culto a su persona, las palabras
de los sentimientos, los gestos de los actos, la oración de la vida.
- Y bendito
el fruto de tu vientre– Virgen Madre (MC 19) – El pan de la vida entregada
María nos
entregó a su hijo no sin las dificultades propias de los padres y madres para
distanciarse de ellos, verlos expuestos al riesgo de la libertad y aceptar su
propio destino cuando este es el fruto de las opciones personales. Nos entregó
a su hijo dándole vida, educándolo, iniciándolo en la fe, dejándolo partir, en
la cruz y, ya nuestro para siempre, por su resurrección. Por eso es mujer de
Eucaristía, porque ha dejado que la vida siga y así se convierta en pan,
alimento, estímulo, motivo, causa de nuestra alegría. El pan que compartimos y
que es el Cristo resucitado sólo se puede recibir de verdad entregándolo, se le
tiene dándolo, se cree en Él, ofreciéndolo con nuestro ejemplo y nuestra
disposición al amor que Él es.
- Ahora y en
la hora de nuestra muerte – Virgen oferente (MC 20) – La vida compartida
Lo que la Virgen María, por su relación
con Jesucristo y su Evangelio, supone en la comprensión cristiana de la vida y
de la fe se focaliza en una dirección que no puede ser otra que la que el
propio Jesucristo marca con su palabra y acción: vivir para los demás como
forma de vivir para Dios. Esta dirección, que los teólogos han llamado de
“proexistencia” las que celebra la
Eucaristía y la que la Eucaristía posibilita en quienes la celebran.
Como la Virgen
es relacionada con la ofrenda de su fe y de su mayor fruto, el Hijo, así la Eucaristía es expresión
y germen de vida compartida:
-
con la comunidad que se reúne para forma asamblea –ekklesía- y para hacer presente con su
reunión al que habita sobre todo donde dos o más se juntan.
-
con las necesidades de esa comunidad y de los más
pobres a través de las ofrendas que se convierten en sacramento en altar y en
solidaridad en el compartir maduro de la responsabilidad para con las
necesidades materiales de la comunidad, y en esas necesidades siempre estarán
los pobres (Mc 14, 7)
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con toda la humanidad a la que la celebración recuerda
en la plegaria continua, expresa en el beso de la paz y remite en el envío
final: Podéis ir en paz
Y esta
apertura de la vida propia a la comunidad y a la humanidad es el hilo conductor
que recorre la Eucaristía
porque procede del motivo mismo que inspiró al que la Eucaristía conmemora y
hace presente. Por eso, esta misma corriente subterránea une la Eucaristía con todo lo
que hay antes y después de ella, con la vida cotidiana y sus afanes, también
con el fin de la vida mortal y su cumplimiento en Dios. Cuando oramos el Ave María así lo recordamos invocándola para
el presente y hasta la hora de nuestra muerte en que lo que ha debido ser ya
fue y lo que será sólo Dios dirá.
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