Fco. Javier Avilés Jiménez
En el año de 2009 fue noticia la iniciativa de un movimiento
inglés para realizar una campaña publicitaria en los autobuses urbanos con el
lema “Probablemente dios no existe, así
que no te preocupes y disfruta”. Esa campaña tuvo eco en varias ciudades
de España. En Albacete no fue en los autobuses pero sí en carteles por las
calles. Retomamos aquella idea pero a la inversa. I. Quizá, quizá, quizá... del dogmatismo al probabilismo
A bien poco la sabrá a un
creyente cabal eso de que “probablemente Dios existe”, cuando toda su vida se
sostiene en Él. Pero, hay distintos tipos y niveles de comunicación. En la
oración, personal o comunitaria, en la catequesis y la liturgia, la fe habla
del y con el Dios vivido, no de una idea o concepto de Dios. Sin embargo, si
queremos entendernos con quienes se mueven en el plano científico o filosófico,
ahí se trata de un intercambio de ideas, de razones. Y en este lenguaje, que
emplea la demostración para sostener la verdad, Dios no es demostrable, tampoco
que no exista, ambos extremos del dilema, siempre en el terreno de las ideas,
gozan de las mismas probabilidades, pues su contenido mismo, Dios, rebasa los
límites de lo demostrable.
No solo la religión cuenta con
dogmas, con afirmaciones que se sostienen en sí mismas. La razón moderna, la
que viene de Galileo (siglo XVI) para acá, cuenta con tres dogmas que hay que
revisar con el mismo sentido crítico que se ha empleado con los dogmas
religiosos. Por un lado está la creencia de que sólo hay una razón, la que se
mueve exclusivamente con argumentos lógicos o con demostraciones de
laboratorio, de observación. Pero, los antropólogos, como el recientemente
fallecido Levi Strauss, nos hablan de una racionalidad compleja entre las
culturas primitivas. Y también está aquello de la “inteligencia emocional”. Hay
no una, sino tantas racionalidades como dimensiones tiene el hecho de ser
personas.
En segundo lugar, está el dogma
de la infalibilidad científica, la convicción de que el resultado de una buena
investigación científica es una verdad incontestable. Esta seguridad se
tambaleó con el avance de las propias ciencias que, hoy, abogan más por una
verdad penúltima –hasta que no haya otra que la supere- y por aproximación,
vamos, con decimales.
La firme pretensión de que sólo
la verdad científica es verdad, es el tercer dogma de la razón moderna. Pero,
si hay, y las hay, más racionalidades que la lógico – empírica, por ejemplo la
poética, la moral, la estética… entonces las verdades hay que situarlas en el
contexto de la dimensión del ser humano que está en juego. A estos contextos o
niveles de experiencia y lenguaje, el filósofo Wittgenstein lo llamaba “juegos
lingüísticos”. Hay también un juego lingüístico religioso, su verdad no “juega”
sin más a lo mismo que las verdades de la física, las matemáticas o la
astronomía, si bien no ignore lo que ellas sepan de la realidad. Es decir, sin
despreciar sus verdades.
Decir, pues, cuando hablamos con la
ciencia y la filosofía, que Dios “probablemente existe” no es tan poca cosa. No
en vano, también la fe, “el coraje de mantenerse en la duda” (Kierkegaard) sabe
de inseguridades. Ella no vive de un argumento, ni de una prueba, sino de una
experiencia. Lo cual no quiere decir que tengamos que resignarnos al fideísmo (creo
porque sí). Hay razones para la fe, aunque es de noche, que dijera San Juan de
la Cruz, que de esto sabía mucho y lo sabía con todos los sentidos. Pero, para
hablar de esas razones que sostienen que creer en Dios es plausible, antes hay
que aclarar de qué Dios hablamos. Ambas cosas las veremos en una próxima
entrega de esta Hoja Dominical, que tantas experiencias de fe nos ha comunicado
y a las que hoy queremos servir con esta modesta reflexión sobre la
razonabilidad de creer en Dios en tiempos harto improbables.
II. Dios ¿en paradero
desconocido?
Si, como creyentes en Dios,
queremos dar alguna razón –dentro de la pluralidad de racionalidades que nos
hace humanos- de nuestra fe religiosa, antes tendríamos que aclarar de qué Dios
hablamos. Y esta necesaria aclaración se debe a que, como ya dijera Pascal (s.
XVII) es distinto el Dios de los filósofos del Dios de Abrahám, Isaac y Jacob,
el Dios de Jesucristo.
Precisamente el Dios de los
filósofos, que cabe dentro de un concepto más o menos demostrable o falsable,
ha sufrido una progresiva evaporación. Primero fue sustituido por el propio
hombre. Feuerbach puso al hombre como fuente creadora de lo divino. Este
antropocentrismo se remontaba a un contemporáneo de Pascal y, como él, también
francés: Descartes, quien hizo del ser humano, y más concretamente de su
pensamiento, la única tierra firme que podía pisar el conocimiento verdadero.
Tras esta sustitución de Dios por el hombre, vino su clasificación como algo
nocivo en tanto que excusa para justificar la opresión económica inherente al
capitalismo (Marx) o por ser una ilusión inmadura de protección y represión
paternal (Freud).
Es de justicia reconocerles a
Marx y Freud que la fe religiosa puede funcionar como ellos la describieron.
Pero, según el testimonio que nos han dejado muchos creyentes, no
necesariamente el Dios de la fe ha de ser siempre una tapadera de la injusticia
o una escapatoria psicológica al miedo a la libertad, pues no faltan
experiencias de fe comprometida con la denuncia de la injusticia y la lucha por
la dignidad de toda persona. Como los hay que no se escudan en su fe para
escapar de la fragilidad y la imprevisibilidad de la vida, creyendo con madurez
y gratuidad (aquello de “no me mueve mi Dios para quererte el cielo…”)
Pero, fue tal vez Nietzsche el
que con su acta de defunción de Dios, sacó la consecuencia mayor de esta
historia de alejamiento de Dios. La “muerte de Dios” era el paso previo –y
siempre bien difícil- de una humanidad reconciliada con la vida como su propio
destino, como su único premio. Y también habremos de reconocer que, mientras se
vivió la religión en continuo recelo contra la vida, como un paréntesis sin más
contenido valioso que su propio fin para dar lugar a la vida eterna, la acusación
de Nietzsche a los cristianos como amargados, podía ser justa. Una vez más, se
impone purificar nuestra vivencia e imágenes de Dios para no recaer en mensajes
que puedan confundir nuestra fe en el Dios de la vida con un infantil miedo a
la misma.
Vaya, el eclipse es real, algo
parece ocultar a Dios en nuestra cultura actual. Y lo que se interpone entre la
luz de luz y nosotros, es nuestra propia sombra, alargada por aquella razón
científica que no reconocía más verdad que la suya, y esta otra razón filosófica,
que hace del hombre, más concretamente de su pensamiento, la única realidad.
Pero la experiencia del creyente en el Dios de Jesucristo, que no anula lo
humano pero si lo limita por el lado del hermano y por el techo de su carácter
creado, no quita al ser humano grandeza pero sí que le da su justa medida. Un
Dios que hemos presentido, reconocido en experiencias de sentido, esperanza,
fraternidad y, sobre todo, en la propia experiencia de Jesucristo.
Para que hablemos de Dios por
nosotros mismos y no de oídas, que decía Jesús a Pilatos, es necesario que los
creyentes visitemos el huerto cerrado de le espiritualidad cotidiana. Pero, no
menos preciso será buscar a Dios en la taberna de la comunidad, con quienes
también lo buscan y anhelan. Sólo entonces podremos internarnos por el mercado
de las relaciones sociales, especialmente las que más justicia y solidaridad
nos reclaman, para ver a Dios en el rostro del hermano.
Así era el Dios de Jesucristo,
del que Él tuvo tal experiencia de intimidad y confianza, que lo palpamos en su
propia vida como Hijo y que, aunque sólo en una mínima medida lo podamos
experimentar nosotros, alimenta desde hace dos mil años la fe libre, madura y
confiada de quienes le siguen.
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