Fo. Javier Avilés Jiménez
XIII Simposio de Teología Histórica. Facultad de Teología "San Vicente Ferrer" Valencia
En la reciente instrucción pastoral de la Conferencia Episcopal
Española Teología y secularización en
España. A los cuarenta años de la clausura del concilio Vaticano II (30 de marzo de 2006) se
hace la siguiente afirmación: “la cuestión principal a la que debe hacer frente
la Iglesia en
España es su secularización interna” (n. 5). Como factor decisivo en esta
situación se apunta a algunas propuestas teológicas deficientes que los obispos
concretan en cuatro: “concepción racionalista de la fe y de la Revelación; humanismo
inmanentista aplicado a Jesucristo; interpretación meramente sociológica de la Iglesia, y
subjetivismo-relativismo secular en la moral católica”. Así pues, la
secularización interna sería la raíz y el común denominador de todas las
teologías deficientes que amenazan la seriedad y unidad del anuncio del
Evangelio hoy en nuestra sociedad.
Interna y externa la secularización parece ser un
problema de primera magnitud para la
Iglesia y merece por tanto que se le dedique una especial
atención, y eso que parecía ser un concepto ya periclitado y en franca retirada.
Después de haberse convertido en un tema recurrente de la teología de los
sesenta y setenta, que dio lugar a varias corrientes y un debate intenso
(GIBELLINI 1998: 133 – 163; INSTITUTO FE Y SECULARIDAD 1970), parecía que
dejaba de ser actual. Pero hete aquí que los mismos obispos lo ponen en el
centro de su reflexión y de su preocupación pastoral. ¿A qué se debe este
retorno de una categoría que nunca se consiguió sistematizar del todo? Puede
que sea porque en España el proceso de secularización que se dio en toda Europa
lleva retraso por el paréntesis del nacional catolicismo. O también pueda ser a
causa de una oposición por parte de la Iglesia española a reconocer que la
secularización no era un accidente histórico que podía ser conjurado con las fuerzas
de nuestra influencia en la sociedad, sino un pasaje inevitable de la
modernidad. Creo que las dos razones se complementan y concurren en esta
reviviscencia de la virtual operatividad de la categoría de la secularización
para explicar el origen de los problemas de la transmisión de la fe, así como
para localizar el obstáculo que habría que remover para que dicha transmisión
fuera más fluida y fructífera.
Bien es
verdad que no sólo en España, aunque por razones en parte diferentes, se
replantea la necesidad de trazar el espacio que le corresponde a la religión en
la sociedad. En Francia primero, y luego en toda Europa occidental, la
presencia creciente de otras religiones – básicamente el Islám – ha puesto de
nuevo en boga el debate sobre qué sea una sociedad secularizada, un estado
laico y cómo han de desenvolverse en su seno las relaciones con la religión.
Aparte de los debates puntuales al respecto, valga como muestra de la
actualidad y profundidad de la cuestión la obra de MARCEL GAUCHET (2005). Este
autor francés lleva dos décadas elaborando una teoría política de la religión
cuya hipótesis principal es que hemos llegado a la época de la salida de la
religión como sistema explicativo y orientador de la realidad social. Esta
salida se debe, entre otros factores, a la cesura que entre lo sagrado y lo
profano habrían creado las grandes religiones monoteístas, sobre todo el
Cristianismo, posibilitando con ello la autonomía del poder y su sustracción
del control religioso. Valga como ejemplo de la actualidad y relevancia del
tema de la secularización.
Pero lo que a nosotros nos interesa, sobre todo de
cara a afrontar la tarea de la transmisión de la fe en nuestra época, es la
intrínseca – teológica – implicación entre Cristianismo y secularización, de manera
que, descartando su posible superación o derrota (lo cual no supone descartar
los análisis críticos de sus particulares desarrollos culturales y políticos),
recuperemos los registros que nos permitirían hacer de la secularización una
ocasión más de gracia y evangelización. Y digo recuperar porque pienso que
llevamos tantos años de retraso como años hace que se empezó a pensar cómo
vivir la fe en un mundo en el que, ¡y no
por accidente ni perversión!, la sociedad tiene un amplio margen para organizar
sus relaciones y saberes sin la necesidad explícita y directiva de las
religiones. De hecho, a veces parece que
hay que remitirse a reflexiones de hace treinta años para encontrar con
frescura el discurso teológico que mira cara a cara lo que no es sino el rostro
de una sociedad democrática y emancipada, mirado por una Iglesia libre de la
necesidad de encajar en su doctrina la teoría y la práctica de toda la
organización social, y de paso cargar con la responsabilidad de todas las
incoherencias, desigualdades y atropellos del régimen político por ella
legitimado. Bueno, ha habido algunos pensadores cristianos que no han dejado de
afrontar la transformación del mundo moderno europeo y de formular las
necesarias transformaciones que debieran darse en un cristianismo que no se
quiera anacrónico. Entre nosotros, hay que citar con gratitud a José María
Mardones, que no dejó de recordarnos con su obra perseverante y lúcida que los
cambios no eran sólo de contexto, que lo que estaba cambiando era la
religiosidad misma y que, por tanto, exigía también moverse a la Iglesia y sus propuestas
para continuar anunciando el Evangelio (MARDONES 2005).
1.- Claves teológicas para una hermenéutica evangelizadora de la
secularización.
¿Secularización interna de la Iglesia? ¿Es que hay un
cristianismo que no sea secular? ¿Qué es entonces? ¿Dónde vive y dónde anuncia
el Evangelio? ¿En un mundo cristiano y una realidad sagrada? ¿Más sagrada que
la creación y la vida de los hombres y mujeres, que es la gloria de Dios? Habida
cuenta de la ambigüedad que caracteriza a la categoría secularización, es
necesario precisar siempre con qué
sentido se emplea este término polisémico. Si, como dicen los obispos en el
documento citado, la secularización procede de la pérdida de la fe, entonces está
claro que en la Iglesia
no puede haber secularización. Pero es de suponer que quienes pierden la fe y
no son ni inconsecuentes ni les mueven aviesas intenciones, se salen de la Iglesia. Merecería
la pena pues, precisar en qué sentido se habla de “secularización interna”, si
se trata del hecho institucional de la autonomía de las articulaciones sociales
con respecto a la religión; o si se refiere al movimiento cultural e ideológico
por el que la cosmovisión religiosa deja de ser la única y se ve, competitivamente,
acompañada por otras configuraciones de sentido. Aún más, sería igualmente
conveniente distinguir secularización de secularismo, como también, laicidad de
laicismo.
Estas confusiones o solapamientos no son únicamente
fruto de la complejidad intrínseca de la realidad a la que hacen referencia estos
conceptos. Se debe a su interna naturaleza dialéctica, por la cual hay una
circularidad (un círculo tan hermenéutico como vicioso) entra las causas y las
consecuencias de todo el proceso; así como entre el elemento supuestamente
expulsado o sustituido (el régimen de cristiandad, la religión como algo
evidente) y su papel de originante del proceso (el efecto secularizador del
Judeo - Cristianismo). Como pertenece a toda tensión dialéctica el que los
elementos en concurrencia se aproximen y enmascaren en la misma medida que se
niegan o excluyen. No fluyen con facilidad, al menos en los procesos sociales y
culturales, los momentos de afirmación, negación y superación: siempre queda un
residuo que los mantiene a todos vivos en los diferentes pasos. Sí, las
sociedades y su imaginario cultural se asemejan más a un enmarañado rizoma que
a una catedral gótica.
Si no entendemos, al menos exclusivamente, la
secularización como negación de la fe, sino como un reordenamiento de las
relaciones de esta con la sociedad, institución y cultura, podríamos
caracterizar con cuatro factores – simultáneamente causa y consecuencia – el
proceso secularizador: racionalización, pluralismo y, derivados de este último,
individualismo y relativismo (SIRONNEAU 2001: 306 – 307).
Secularización como
racionalización. Fe y revelación con razón y sin racionalismo.
Respecto a la posible presencia de una línea
racionalizadora en el cristianismo, de una formulación interna de la fe en
clave racional y de un esfuerzo por presentar externamente el contenido de la
fe como razonable, poco habría que objetar, lo recordaba recientemente el papa
Benedicto XVI en su tan polémico discurso de Ratisbona. Desde luego, si por
racionalización se entendiese la imposibilidad de la apertura del hombre a Dios
y la negación como irracional de la visión que de la vida, el hombre y el mundo
suscita dicha apertura, entonces, la racionalización como efecto de una
secularización interna, sería totalmente contraria a la fe. Siglos de teología
parecen desmentir este último supuesto. Otra cosa será la coherencia interna
que en el diálogo con la razón alcancen los diferentes desarrollos teológicos.
Los cuatro mencionados por el documento episcopal, merecen una reflexión mucho
más ponderada que la que dicho documento les dedica. Pero vaya por delante que,
al menos en lo que se refiere a la “concepción racionalista de la fe y la
revelación”, precisamente por ahí está el único encaje no aislacionista ni
conquistador de la teología y el anuncio del Evangelio en una sociedad
secularizada.
Cuando se habla de entender la revelación como “una
mera percepción subjetiva por la cual <>”
(CONFERENCIA EPISCOPAL ESPAÑOLA: n. 9) se está simplificando injustamente uno
de los mayores esfuerzos teológicos que se han dado entre nosotros, y más
reconocido internacionalmente, para salir del atolladero de una revelación
comprendida como un craso objetivismo (extrinsecismo) que la crítica de la
religión y el estudio crítico de la
Biblia, desmienten. Toda vez que la fe misma tampoco se
reconoce en una mera acta notarial de hechos observables de modo
incontrastable. La objetividad de la revelación forma parte de esa toma de
conciencia, la provoca o suscita, pero sin ella no es reconocible. Fe y
revelación se dan en una mutua y simultánea implicación, cuya negación
empequeñece no poco la grandeza de esta acción reveladora en total gratuidad.
Esta visión de la revelación no vende su trascendencia sino que la sitúa más
adentro de la historia de la comunicación de Dios al hombre; aquello que decía
Bonhoeffer de no dejar a Dios en las puntas o límites sino llevarlo al núcleo
mismo de la existencia, donde ésta es inseparablemente historia y gracia sin
necesitar dejar de ser una para ser la otra.
Si lo que nos preocupa es la presentación de la fe,
no se debieran minimizar las dificultades que supone en el diálogo, no ya con
la secularización sino con la racionalidad moderna, la concepción tradicional
de revelación. Dificultades que lo son también para la comprensión interna de
la fe que reconoce a Dios totalmente diferente y superior a lo creado. El
presupuesto fundamental de esa nueva comprensión de la revelación es la
creación por amor. Su lenguaje es el de la referencia permanente de la creación
y la historia a Dios cuando se las lee con fe, es decir, cuando estas suscitan
en el hombre el reconocimiento de que allí le habla Dios. Por tanto se apoya en
la historicidad intrínseca de la revelación, su universalidad y la eliminación
de un extrinsecismo que de darse empíricamente objetivo anularía la libertad y
gratuidad de la fe (TORRES QUEIRUGA, 2006).
Secularización como pluralismo.
Comunión, no unanimidad.
La pluralidad de confesiones cristianas que supuso la Reforma y el pluralismo de
interpretaciones que abrió el libre examen de la Escritura que dicha
Reforma propugnó dio paso a la ruptura de la unidad de comprensión y
normatividad que caracterizaba a la Cristiandad. No sólo por parte de las ciencias y
la filosofía, de la política y las costumbres, también dentro de las Iglesias
se abrió paso una mayor y más explícita diferencia de posiciones teológicas y
morales. Pero esta diferencia interna no nació con la secularización, con ella
se reforzó. Estudiar la formación del cristianismo primitivo y de su
conformación doctrinal es conocer una efervescencia de teologías e
interpretaciones diversas. En la
Edad Media eran las disputationes el espacio propio de
crecimiento científico de la teología. En el concilio Vaticano I, una
estruendosa tormenta ratificó las no menos ruidosas controversias en torno a la
infalibilidad papal. La secularización al interior de la Iglesia puede haber
reivindicado este pluralismo interno, pero no lo ha creado por sí sola ni se
debe a una desviación pecaminosa, sino a esa realidad múltiple que es la vida
de la fe en comunidad y a la riqueza incesante del Espíritu que la edifica y
recorre desde lo más íntimo.
A este respecto, es indudable que hoy la Iglesia española, como la
universal, es más plural que hace cuarenta años, pero el debate de esta
pluralidad no tiene por qué suponer una negación de la unidad de la fe. Es
rebajar el concepto de comunión darla por perdida o rota cuando se confrontan
las legítimas interpretaciones que el Espíritu sugiere en la comunidad y la
academia. Y el Magisterio, que arbitra y sanciona el marco común de
interpretación, no debiera estrechar mucho más los límites de la comunión, pues
la genera la amplitud de la fe y la mantiene la fuerza del amor. La unanimidad
no es la comunión como la diferencia y el disenso no son, sin más, ruptura de
la comunión. Hace falta ser unánimes en el amor para que haya comunión. Y
habría que romper el vínculo de la fe y de la caridad para que se rompa la
comunión. Cuanto más estrecho sea el espacio de la comunión, menos comunión
será.
Secularización como relativismo.
Diferenciación interna contra indiferencia externa.
Uno de los problemas contrastados para el anuncio de
la fe es la indiferencia. Esta ya no es simplemente secular, sino
“postsecular”. Todavía la negación de Dios suponía algo de pregunta por Dios,
pero más terrible es cuando ya ni me preguntan: ¿dónde está tu Dios? (Sal 42,
11). La presentación de la fe como una inconmovible afirmación de seguridades
absolutas, sin espacio para el cuestionamiento externo ni posibilidad para
articularla con lenguajes diferenciados según los distintos contextos y
situaciones, acentúa la dificultad para provocar e interpelar a la indiferencia
con las necesarias y matizadas incursiones en los dispersos centros de interés
y focos de interrogación de la humanidad actual.
Claro está, si lo que se relativiza es la misma fe,
su contenido esencial y sustentante, entonces, no tiene cabida en la Iglesia. Pero, no puede
confundirse la regula fidei, el
vínculo de la fe, con los sucesivos desarrollos doctrinales que la actualizan y
¡adaptan! a las distintas circunstancias. En esas modulaciones históricas, tan
necesarias como condicionadas por el momento, sí cabe una sana y necesaria
relativización. Absolutizar todas las formulaciones doctrinales equivale a
disolver la jerarquía de verdades (UR 11) y devaluar el carácter definitorio
del núcleo de la fe, ese que propiamente distingue la confesión creyente. Quienes
han atisbado, aunque sea de lejos, al único absoluto, saben cuan relativas – correlativas
a su exclusiva soberanía – son todas nuestras aproximaciones y formulaciones.
Algo de eso parece sugerir Jesucristo cuando alaba al Bautista, aun cuando el más pequeño en el Reino de los
Cielos es más grande que él (Mt 11, 11), o dice que el que no está contra nosotros, está por nosotros (Mc 9, 40).
Secularización como individualismo.
La intersubjetividad requiere subjetividades.
Una consecuencia del pluralismo y de la
relativización de las certezas anteriormente universales, es la reclusión de la
religión al ámbito privado, su privatización. Al menos así es para determinadas
formas de secularismo que olvidan que en una cultura secular y un estado laico
el respeto a la visibilidad y participación pública de los creyentes forma
parte de su constitución democrática y su ética igualitaria (HABERMAS 2006:
47). El cristianismo debe oponerse tanto a la tendencia social del
individualismo más autocomplaciente e insolidario, como a la imposición
política o cultural de una forzada existencia subterránea de los creyentes.
Ahora bien, como se verá en la segunda parte de esta
reflexión, la pujanza secular de la autonomía del individuo y la defensa de su
libertad para interpretar y decidir pueden ser oportunas para la reactivación
de la interiorización y reflexión personal sin las que no se da la fe, al menos
como auténtica experiencia de entrega
“entera y libremente” (DV 5) y no como mera aceptación de contenidos
doctrinales. Y la dimensión comunitaria, el imprescindible componente eclesial
de la vida de fe, no tienen por qué verse anulados por esta mayor dosis de
personalización de la fe. No en vano, la comunidad lo es de personas, como el
diálogo requiere interlocutores y no meros espectadores. Y un diálogo “con los
hombres como amigos” (DV 2), es la revelación de Dios. Esta incidencia
personalista de la vivencia de la fe, deberá tener sus más que oportunas
consecuencias en el modo de integrar en la Iglesia la participación y el derecho a la
crítica y el debate internos, cauces para la expresión interpersonal.
2.- Propuestas para transmitir la fe incluso con secularización
interna.
Al final de una obra ya antigua, GÓMEZ CAFFARENA (1979:
291) se inspiraba en la teofanía de Ezequiel 2 para citar los epígrafes de lo
que sería el programa de la religiosidad judía del destierro, y que el teólogo
veía coincidente con el cristianismo actual. Un destierro este de la
secularización que no es fortuito sino necesario y constitutivo de un
cristianismo encarnado, histórico y místico.
Personalización (o una fe viva)
Confundir individualismo
con personalización puede ser la causa de que se pueda tachar de religión a la
carta o relativismo la necesaria personalización del acto de fe. Cuando se dice
que la respuesta a la revelación abarca a toda la persona, a todas sus dimensiones,
no se puede dejar fuera el discernimiento personal por el que la fe llega a ser
auténtica respuesta y no mera repetición. Esta personalización es tan inherente
a la fe como lo es al discernimiento su carácter original e irrepetible, de
manera que quepan no pocas actualizaciones y concreciones que, dentro de la
unidad de fe, esperanza y caridad, darán color diferenciado a la pertenencia
del cristiano a la comunidad.
El carácter comunitario, eclesial, de la fe, no
sustituye este refrendo personal. Se pertenece a la comunidad como personas no
por absorción ni asimilación. Es inevitable que el cuidado porque se dé esta
íntima comunicación con la palabra amorosa de Dios suscite, junto a una mayor
calidad de la respuesta, un realce de los aspectos diferenciados de la
existencia creyente. La apuesta por favorecer la madurez de la fe no podrá
evitar que se subrayen los elementos específicos de cada historia creyente. Los
disensos pueden formar parte de la personalización y no rompen la comunión
cuando no niegan lo que la genera y mantiene.
Purificación (o una fe gratuita)
No hace falta compartir
con el Barth de la Carta a los romanos su contraposición antagónica
entre fe y religión (con la exclusiva adscripción del Cristianismo al primer
término) para reconocer que la religiosidad, como actitud y forma de vivir la
fe, no está exenta del riesgo de convertirse en un ritualismo externo, un
moralismo formal y una adhesión material. Jesús lo critica de cierto fariseísmo
y nosotros lo denunciamos bajo las formas de religiosidad rutinaria,
sacramentalismo, fe sociológica, cristianismo convencional…
Por otra parte, a las contundentes razones de la
crítica a la religión de los siglos XIX y XX, sólo podemos responder cuando,
tras una purificación de la vivencia de la fe, estamos en condiciones de negar
que nuestra religión – fe y religiosidad – pueda reducirse a esas formas
religiosas denunciadas por el humanismo ateo. La existencia contrastada de
patologías religiosas hace conveniente que la religión se purifique por medio
de la razón en una correlación necesaria entre ambas (RATZINGER 2006: 66 – 67),
es decir, que asuma una permanente autocrítica. Este sentido autocrítico nace
en parte del diálogo permanente con las razones del otro y exige no poca
apertura y lo que MARDONES llamaba una epistemología flexible (2005: 181 – 185).
Purificación que, a nuestro entender, va sobre todo en
la línea de una fe vivida con total gratuidad. Y la gratuidad se pierde cuando
pretendemos hacer de la fe un hecho poco menos que de derecho natural y de la
revelación una objetivismo casi evidente. La gratuidad de la fe no liga esta a
una obligatoriedad propia de lo que la razón demuestra, ni encadena a Dios a un
intervencionismo que haga de lo sobrenatural una ruptura del orden creado nada
aceptable por la razón moderna. Ni racionalismo ni irracionalismo son
compatibles con la verdadera gratuidad.
Universalización (o un Cristianismo
ético)
Una de las razones para
reconocer la necesidad de no prescindir de la religión en la construcción de la
sociedad secular democrática, es su posible aportación y bagaje a la hora de
ayudar a fundar un marco universal de normatividad (HABERMAS – RATZINGER 2006).
Pero esta aportación requiere vivir “la secularización como doble – y
complementario – proceso de aprendizaje (HABERMAS 2006: 40 – 47; RATZINGER
2006: 66). También el cristianismo, la Iglesia, tiene que aprender de las razones que
tiene el pluralismo moderno. No podemos sólo levantar acta de sus límites, de
la “dialéctica de la
Ilustración”, hemos de tomar nota de en cuanto nos refleja
ese proceso de autonomía y convivencia en igualdad, de cuanto debe a nuestra
propia aportación la secularización: “dialéctica teológica de la
secularización”. Y el primer aprendizaje ha de ser el de evitar que nuestra
experiencia de verdad, de “la verdad” haga imposible la universalidad de dicha
verdad al ser incompatible con la pluralidad legítima de cosmovisiones. La
universalidad de nuestra verdad debiera ser entendida no sólo como
universalmente reconocible sino como universalmente acogedora.
Profundización (o un Cristianismo
místico)
Cuando, como hace la experiencia mística, se
profundiza en el misterio de Dios, anticipado y presentido en el misterio de la
vida de cada persona, personalización, purificación y universalidad de la fe se
unen en un solo y coherente movimiento del hombre a Dios que responde al
movimiento de Dios hacia el hombre. Esta es la comprensión y presentación que
pueden afirmar que sí es posible hoy vivir y anunciar la fe, sin que la
realidad de un mundo secularizado y de una Iglesia que asume dicha secularidad,
impidan seguir invitando a formar parte de la “comunidad, llamada Iglesia, de los que en unidad, verdad
y amor, y en la celebración de la muerte de su Señor, esperan que se revele lo
que ya es: Dios todo y en todo” (RAHNER, 2003: 33)
BIBLIOGRAFÍA
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GÓMEZ
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J. – RATZINGER, J. Dialéctica de la
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Ediciones Cristiandad 20032.
SIRONNEAU,
Jean Pierre. La crisis religiosa del
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Crisis, rupturas y cambios. 299 – 377.
Traducción de Agustín López y María Tabuyo. Editorial Trotta, Madrid
2001.
TORRES
QUEIRUGA, A. Revelación comoa “caer na conta”: razón teolóxica e maxisterio
pastoral: Encrucillada 149/30
(2006) 357-373
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