Francisco Javier Avilés Jiménez Ladran, luego cabalgamos o por las resistencias sabrás donde están las novedades. El 11 de Octubre de 2012 se celebra el 50 aniversario de la inauguración del Concilio Vaticano II. Hay quien dice, y no le falta razón, que un concilio eclesial tarda mucho tiempo en arraigar y dar sus frutos, a veces más de un siglo. Pero el considerado -para los católicos- XXº concilio ecuménico, no rema solo contra el tiempo y las diferencias propias de una sociedad tan numerosa, plural y compleja como la Iglesia. El programa para la restauración o inversión de la orientación renovadora que marcó el concilio se puso en marcha antes de su clausura y se fijó objetivos al más alto nivel: la elección de los sucesores de Pablo VI, el control de los papas que debían pilotar el largo proceso de «recepción» del concilio, desde Juan Pablo I, a pesar de quienes todavía hoy piensen que era un papa reformador. Lo que se había perdido en el aula conciliar se intentaría ganar en los cónclaves, más reducidos y, como su nombre indica, más cerrados. El actual pontificado de Benedicto XVI pertenece a este programa. Es conocida, en mayor o menor medida pero suficientemente, la azarosa dificultad con la que intuición original y directriz de Juan XXIII se plasmó en el proceso de preparación y los esquemas previos del concilio. Aquí hay que citar el trabajo encomiable, riguroso y fiel a la eclesiología del Vaticano II que ha realizado el historiador de la Iglesia italiano G. Alberigo. Pero el papa convocante había dicho en el breve y decisivo discurso de anuncio del concilio (25 de enero de 1959) que lo proponía con humilde resolución. La humildad no parece deberse exclusivamente al carácter virtuoso del papa Roncalli, sino al realismo del que sabe de antemano los muros que tiene delante y las resistencias feroces que ha de enfrentar. Pero la humildad no resta a la «resolución» convicción, determinación, coherencia. Y esta humilde resolución prevaleció a las maniobras del sector conservador, a la sazón en la cúspide de la curia (con el cardenal Ottaviani a la cabeza) y por tanto de la organización del evento conciliar. Valga esa consideración para resumir la complicada historia del desarrollo de los debates, formulación y reformulación de los documentos que se sometían a la aprobación de los padres conciliares, reuniones de urgencia con los asesores teológicos, cambios sobre la marcha... materia sociológica, ideológica y política, que es la materia prima de todo grupo humano que sea mínimamente plural y sin embargo quiera permanecer unido. Ladridos, pues, los hubo antes, en y después de la realización del concilio, pero, como dijera don Quijote, confirmaban que el concilio seguía su andadura, cabalgaba a pesar de los pesares. A los cincuenta años de esa iniciativa que sin dudas ha sido de las más decisivas en la historia del Cristianismo, tenemos que superar los extremos que la reducen a una caricatura. Por un lado, los que nos situamos a favor de una visión más progresista y evolutiva de la Iglesia no hemos sido del todo justos con el concilio al verlo insuficiente en sus resultados, malogrado en su aplicación, superado en su valoración. Era poco, se quedaba corto... Estas consideraciones pecan por un lado de ahistóricas, no tienen en cuenta el contexto real del que se parte ni el carácter procesual -por no decir lento- que tiene todo movimiento histórico y comunitario. Por otra parte, y esto sería más grave, podían dar a entender que la Iglesia no es sino lo que algunos hemos descubierto, con honradez y fiel amor a la Iglesia y el Evangelio, pero que no es ni puede ser la única, porque no estamos solos ni queremos caer en la tentación del exclusivismo intransigente. Eso no quita que por coherencia con la dirección emprendida por el concilio pensemos que se es más fiel a su intención si se profundizan esas reformas y se llegan a plantear cuestiones que en aquel momento todavía no estaban maduras y que ahora no pueden silenciarse ni aplazarse sin dañar la plena actualización de la Iglesia que pretendió el concilio. Nos referimos, entre otras, al cambio en los procedimientos para nombrar los obispos, contando con el parecer de las comunidades, a la eliminación del celibato obligatorio y la ordenación sacerdotal de mujeres también. Por otra parte, en el otro extremo y éste ocupa ahora el aparato directivo de la Iglesia y guía la interpretación oficial del concilio, se habría confundido el verdadero sentido de los documentos conciliares amén de perversiones o extravíos en su aplicación que habrían supuesto un daño para la Iglesia y su autenticidad. Resurge en esta línea, porque pertenece a esa raíz, el temor de quienes durante el concilio intentaron frustrar la opción profundamente transformadora que subyacía a la mayoría conciliar y a la intención de quien lo convocó, el miedo a que al abrirse el frasco de las esencias se perdieran. De nuevo nos topamos con la pretensión de posesión y formulación unívoca de la «esencia del Cristianismo» ¡hay que ver lo que ha dado de sí y en qué direcciones tan opuestas este esencialismo! ¡cómo si hubiera esencias sin accidentes! Pablo VI, que dando una de cal y otra de caña (para las decisiones en dirección contrarreformista o conservadora de este papa ver las memorias de Hans Küng), sin embargo había concluido el Vaticano II y aplicado algunas de sus reformas como la litúrgica, cayó bajo la sombra de los miedos a que el concilio supusiera una decadencia de la Iglesia, era el miedo a la velocidad y los cambios, el mal de altura. Dándoles la razón a quienes encerraban esas esencias en la estrechez de unas formas y fórmulas que también eran hijas de un tiempo como lo es todo aquello que hacemos los humanos, el sector más extremo de la corriente conservadora ve en el concilio una traición al verdadero ser de la Iglesia y su doctrina. El lefevrismo y afines, ha actuado como un motor legitimador de la corriente conservadora y su interpretación del concilio. La prueba, el tacto con que se les ha tratado y la disposición a supeditar el concilio a la vuelta al redil de quienes imponen su añoranza de una Iglesia que nunca ha existido, pues la que ellos consideran la verdadera Iglesia también pertenece a su época y se debe a su propio contexto. Pero las medidas de Benedicto XVI para que los seguidores de Lefevre pudieran retornar a la plena comunión, evidencian que es hacia ese costado al que se inclina su comprensión de la aplicación del concilio, toda vez que en la dirección opuesta pocas decisiones se adoptan, por no decir que hacia esta orilla de la Iglesia solo se dirigen sospechas cuando no se trata de condenas y prohibiciones. Esto último nos da pie para recoger una sugerencia de Congar, el teólogo dominico que tanto aportó al concilio y que pronosticó: «El concilio ha sido realizado ampliamente por la aportación de los teólogos. El post-concilio no guardará el espíritu del Concilio más que si asume el trabajo de los teólogos» Las continuas reticencias y cortapisas puestas al trabajo de los teólogos que apuestan por prolongar la reflexión del concilio no muestran sino que están realizando su trabajo en el espíritu del Concilio y que son fundamentales para el momento postconciliar de su puesta en práctica en la vida de toda la Iglesia. La lista es muy larga, pero el último de los teólogos puesto bajo sospecha, Torres Queiruga es un ejemplo claro de que el trabajo de los teólogos es fundamental para que el concilio no se acabe de difuminar o termine siendo citado para defender lo contrario de lo que pretendió, vamos, para que no cambie nada y todo siga igual. Los muertos que vos matáis gozan de buena salud o eso esperamos A pesar de esta difícil travesía, el Vaticano II ha reportado y podría todavía proporcionar muchas oportunidades de futuro y crecimiento para la Iglesia. Si se consigue sortear su acta de defunción levantada por la «eclesiología de comunión» bajo la forma de una interpretación distorsionante y muy mermada, el concilio mantiene activas muchas de sus orientaciones y apuestas. Es cierto que la formación en los seminarios y la mayoritaria orientación de los episcopados y presbiterios diocesanos, vestidos de negro y vueltos de nuevo hacia dentro en sus preocupaciones y escala de valores, parece apuntar a que el concilio se ha quedado petrificado, pero fijémonos en tan sólo algunas de esas líneas apuntadas por sus documentos y por la realidad misma de aquél acontecimiento eclesial de diálogo y colegialidad. 1.- El tono, el lenguaje de la Gaudium et Spes, sorprendentemente positivo, humilde, capaz de reconocerse en lo otro hasta superar la visión de lo otro como algo extraño para descubrirlo como propio. Su lectura no ha perdido vigencia y el modo de hablar es de las aportaciones más frescas y renovadoras del concilio. En concreto, el tema del ateísmo es un ejemplo de cómo se puede tratar una cuestión difícil sin caer en el victimismo ni convertir la postura contraria en algo siempre pecaminoso y fruto del demonio. 2.- El espíritu eclesiológico recogido en la expresión «Pueblo de Dios». Que Benedicto XVI, antes de serlo, como Ratzinger, y ahora como Papa, haya convertido la noción «Pueblo de Dios» en el nudo crucial de la «verdadera interpretación» del concilio, señala que no se equivocan quienes en un sentido diferente a él, también se refieren a esa expresión como una de las más logradas apuestas del concilio: una eclesiología más comunitaria y circular frente a la piramidal y jerárquica. Por eso mismo, merece la pena seguir explorando como el concilio articulaba esa concepción de la Iglesia con su historia y tradición, con el Magisterio y la realidad apenas intuida entonces de la difícil evangelización en el mundo moderno. Puede que no toda la Iglesia apostará por el modelo de Eclesiogénesis (Leonardo Boff) pero como «pueblo», dinámico y plural, con diferentes corrientes y orientaciones, nos sumamos a su realidad inabarcable en una sola fórmula u organización. 3.- Su perspectiva ad extra, dirigida a lo que está fuera de la Iglesia pero que le es tan próximo como el mundo en el que vivimos, el aire que respiramos, la humanidad que somos. No es la primera vez que la Iglesia miraba hacia lo que le rodea, pero sí lo era el punto de mira, no desde arriba, sin condescendencia ni apropiación, con más simpatía y reconocimiento. Fruto de esta perspectiva son el tratamiento de la libertad religiosa, el reconocimiento de la «verdad y bondad» en las otras religiones, o la valoración de los medios de comunicación, la educación y los problemas sociales que animaron a la creación de Justicia y Paz. 4.- La poderosa recuperación de la centralidad y vitalidad de la Palabra de Dios por encima de las rigideces y distanciamientos que habíamos heredado de nuestro pasado, especialmente de la época de la Reforma y la respuesta que se le dio en Trento. Puede que todavía nos falte mucho a la hora de interpretar todas las consecuencias espirituales y éticas que tiene la relación con la comunicación histórica de Dios con la humanidad, eso bien lo sabían los profetas. Pero la invitación del concilio a ponernos todos a la escucha de la Palabra de Dios sigue haciendo del concilio una fuente de propuestas de vida y acción, de formación y oración muy efectivas. Quedarse en un nivel meramente ideológico es algo compartido por todas las corrientes de la Iglesia, a todas, pues, la escucha orante de la Palabra puede ayudarle a sentirse en la clave de espiritualidad que supera los reduccionismo partidistas. 5.- Por último, lo que tenía que haber ido en primer lugar pero que por eso mismo se da por supuesto y pasa desapercibido: el hecho mismo de que tuviera realidad el concilio, de que la humilde resolución se llevara a cabo. El papa que lo convocó sabía que al interior de la Iglesia los reparos parecían inamovibles, pero también conocía que eran muchos los que clamaban por un movimiento renovador hacia el interior y que eso suponía mira más y mejor fuera de la Iglesia, hacia donde estaba su destino y misión: el mundo, la sociedad, los hombre y mujeres de este tiempo. Quienes se opusieron y parecen ganar la partida cincuenta años después, no eran perversos anticristos, su lectura de lo que era y debía ser la Iglesia se debía al mismo amor y fidelidad que dirigía a quienes lucharon denodadamente, dentro y fuera del aula conciliar, porque se hicieran realidad las reformas y el diálogo que había de presidir el nuevo ciclo histórico del Cristianismo católico. Los que pensamos que todas aquellas novedades suponían el verdadero espíritu del concilio no podemos minusvalorar el esfuerzo que supuso llegar a incorporarlas a lo que técnicamente se llama «magisterio supremo de la Iglesia» y de esa consideración agradecida y proporcionada a la grandeza del hecho tal vez saquemos fuerzas para no darnos por vencidos y resistirnos, como lo hicieron otros antes, a que se dé por muerto algo que está pero que muy vivo en muchas comunidades, en las que también «subsiste» la Iglesia (LG 8), o como prefiere traducir Ratzinger, también «son» la Iglesia. |