Fco. Javier Avilés Jiménez
Introducción. Contexto para hablar una vez más de la fe: de Porta Fidei a Lumen Fidei
En el año 1939, el teólogo francés
Jean Mouroux (1901 - 1973) publicó en la Revista Recherches de Science Religieuse, el estudio «Creo en ti
(estructura personal de la fe)», que sería traducido al español por José
Ignacio González Faus, en 1964[1]. La obra
tiene como frontispicio una cita de Santo Tomás de Aquino que bien merece la
pena tenerla siempre en cuenta cuando se habla de la manera cristiana de
entender y vivir la fe:
Todo creyente se adhiere a la
palabra de alguien. De modo que lo principal, y lo que tiene en cierto sentido
valor de fin en todo acto de fe, es la persona a cuya palabra damos la
adhesión. El detalle de las verdades afirmadas en esta voluntad de unirse a
alguien tiene un carácter más bien secundario. (Sum Th IIª IIae, q11, a.1 sed
contra)
Jean Mouroux, que fue nombrado por
Pablo VI perito en la última sesión del Vaticano II, es un nombre referencial para
la teología fundamental y la catequética que intentan vadear la escisión que
supusieron para la comprensión integral de la fe, tanto la Reforma protestante,
como la respuesta católica al reto planteado por aquella. Además del libro que
reseñamos aquí, tiene otros dos títulos de gran importancia para la teología
fundamental: L'Expérience chrétienne (1952)
y Le Mystère du Temps (1962) Pero aún
así, tal vez haya que justificar, todavía más, por qué hablar hoy de aquella
obra y referirnos a un autor ya distante.
El contexto próximo nos lo ofrece la
clausura del Año de la Fe, convocado por Benedicto XVI, y que ha supuesto una
ocasión para profundizar teológicamente y animar espiritualmente la vivencia de
la fe cristiana en el momento presente. En la carta de convocatoria, Porta Fidei, el ahora papa emérito
intenta dar cuenta de todos los aspectos vitales, prácticos e intelectuales,
implicados en el hecho de creer, incluyendo, como no podía ser menos, sus
frutos, que son el testimonio y la caridad. Hay en la reflexión de Benedicto
XVI una viva conciencia de que en el momento actual, la Iglesia, todos sus
miembros, necesitan reavivar esa fe. Esa convicción supone un diagnóstico más
amplio, en el que, junto a síntomas internos, eclesiales, de cansancio y
desánimo, se toma nota de los desafíos que plantean a la fe el pensamiento, la
cultura y la realidad socio - económica actuales. Al teólogo Joseph Ratzinger
le preocupa, y no le faltan motivos, el diálogo fe - razón y las consecuencias
que debiera tener dicha tensión entre dos viejas conocidas y hoy, porque no
siempre fue así, no bien avenidas.
La prueba de que el trasfondo
teológico -y valga decir en sentido más amplio, filosófico, cultural- que late
bajo la iniciativa de esta rica experiencia del Año de la Fe, es el debate de
la fe con la razón, nos la da la encíclica Lumen
fidei (2013). Aunque con la firma del ahora Papa, Francisco, su redactor es
el papa emérito, suya la letra y la música de este documento, que ya cuenta con
críticas negativas por su carácter teórico, eurocéntrico y que parece mantener
el discurso de la Iglesia todavía demasiado encerrado en ella misma. Sin
embargo, a pesar de que no les falta la razón a quienes así se han manifestado,
para comprender mejor las motivaciones de este Año de la Fe y enlazarlas con la
aportación que en su día hizo Jean Mouroux, conviene retomar algunas ideas de
esa encíclica a cuatro manos.
Con una cita de Nietzsche, resume Lumen Fidei la disyuntiva, por otra parte
mucho más compleja y abierta a sucesivas bifurcaciones, rodeos y encontronazos,
entre creer y razonar: la fe da paz, pero no verdad. Creer se contrapone a
indagar. De una parte estaría la luz del pensamiento y de otra la oscuridad de
la fe. Frente a ello se reivindica el carácter luminoso que tiene la fe en
Jesucristo. Luminoso para guiar el paso, es decir, en lo práctico; y luminoso
para conocer las verdades que no tienen ocaso. San Agustín es aquí la
inspiración y el modelo de esta visión de la fe que aúna amor y conocimiento, y
a la que, como veremos, fue especialmente receptivo también Santo Tomás de
Aquino.
Para la primera esfera que ilumina la
fe, la práctica, Lumen Fidei evoca el
carácter histórico de lo que se cree y su dimensión de recorrido vital. Abrahám
e Israel en camino hacia la tierra prometida son figuras de una fe que consiste
en recorrer la vida para llegar a la vida plena (Jn 4). Y Jesús es el testigo
de esta luz que se abre, por el amor, a la vida compartida y entregada en la
caridad. Pero, se trata también de comprender, por eso se reivindica que la fe,
además de escucha, también es visión, conocimiento. No se encierra, pues, el
discurso sobre la viabilidad de la fe, en el campo existencial del sentido de
la vida, sino que se amplía hasta la búsqueda de la verdad. Aquí resuenan, y
con fuerza, los reparos, cuando no claras incompatibilidades, que los autores
del «nuevo ateísmo» oponen entre la fe y la razón[2]. Estamos
lejos de la neutralidad del agnosticismo y de la no beligerancia de un ateísmo
que admitiera unas tablas metodológicas: se trataría, como dijo Wittgenstein,
de juegos lingüísticos diferentes, abriendo a un pluralismo metodológico que
supone también una pluralidad de racionalidades, tantas como verdades
necesitamos. Ahora las espadas están, si cabe, más en punta y el debate que
tanto atormentara a don Miguel de Unamuno entre la fe y la razón, permanece especialmente
vigente.
A este debate, volviendo a
pensamientos y recursos ya recurrentes en su obra teológica, Benedicto XVI aporta
de manera sugerente y sintética ideas de corte agustiniano. La luz de la fe es
el amor. Por esta luz se accede a una verdad «común», compartida y convivida.
Y, por Jesús, esta verdad es encarnada, relacionada y ofrecida al mundo de la
materia, la historia y la sociedad. Estas tres características del conocimiento
por la fe, de la verdad conocida por la fe, permiten que ella sirva de modo
especial a la búsqueda de Dios. Aunque a algunos les parezca biensonante la
palabra «busca» en relación con Dios y la fe, su uso por parte del Papa supone
el reconocimiento de algo que no siempre fue patrimonio común de la teología,
el magisterio y la pastoral, si bien se correspondía muy bien con el espíritu
de diálogo del Vaticano II y, especialmente de la Gaudium et spes. Si buscamos, es que todavía no lo sabemos todo, ni
lo que ya sabemos clausura ese movimiento permanente del ser humano hacia la
plena satisfacción de sus aspiraciones, preguntas e inquietudes, incluido de
manera urgente el bien común.
Es cierto que hay cuestiones
prácticas, vitales, por no decir de vida o muerte, que el documento que sirve
de conclusión del Año de la Fe, supone, pero no toca explícitamente. La guerra
y el hambre, con su corriente subterránea nutricia, la injusticia global en las
relaciones económicas y políticas, son, como diría Ernesto Sábato[3], una
hoguera que arde en el comedor de nuestra propia casa. Es cierto, también, que
por el carácter integral del acto de fe, al que sí se refiere con profundidad
la Lumen Fidei, no se puede hablar de
él, sin tener bien presentes la realidad histórica actual y las coyunturas en
las que se juega, no ya el sentido de la vida, sino millones de vidas y su
dignidad. Y por eso mismo, dejamos constancia de que lo que digamos sobre esa
realidad humana, que es la fe, afecta y conecta todas las dimensiones
antropológicas y todas los rincones de cualquier biografía personal, deberá
entenderse como una premisa y una motivación para que, siguiendo la cita de
Sábato, nos abracemos en un compromiso:
salgamos a los espacios abiertos, arriesguémonos por el otro.
Pues a esa fe, a la que los citados
documentos de Benedicto XVI aplican una reflexión seria y profunda, dedicó Jean
Mouroux la monografía de la que vamos a hablar. Actual y relevante porque sigue
haciendo frente a las mermas que supuso centrarse solo en su aspecto objetivo
-las verdades creídas con fe, la fides quae-
hasta convertir la fe en doctrina, el acto de creer en mero asentimiento
nocional y su verificación postrera un amén o una firma al pie de la profesión
de fe.
Que esto no está claro del todo, lo
demuestra el reciente episodio teológico y magisterial que protagonizó, a su
pesar, Andrés Torres Queiruga. Decir incluso su nombre parecía tácitamente
vetado. Y de hecho, una cierto silenciamiento se impuso por parte de las
instancias teológicas y pastorales. No faltó, claro está, el pronunciamiento de
otras voces teológicas y eclesiales que no veían tan clara la falta de plena
ortodoxia en la obra de este gran creador teológico. Su alusión, sin nombrar,
en la Instrucción Pastoral Teología y
secularización en España. A los cuarenta años de la clausura del concilio
Vaticano II, aprobada por la LXXXVI Asamblea de la Conferencia Episcopal
(2006), demostró que su teología sobre la revelación, estaba en el punto de
mira de algunas sospechas respecto a su corrección doctrinal. Las sospechas se
despejaron, con la publicación por parte de la Comisión Episcopal para la
doctrina de la Fe de la Notificación
sobre algunas obras del profesor Andrés Torres Queiruga (2012). En dicho
documento se exponen las acusaciones sobre la exposición equivocada por parte
del teólogo gallego en varias áreas teológicas, especialmente la Cristología.
Pero a nosotros aquí nos interesa lo pertinente a la teología de la fe y la
revelación.
Básicamente, las dudas sobre la
ortodoxia en la Teología Fundamental de Torres Queiruga, planteadas en el 2º
apartado de dicha Notificación (números 7-12), se resumen en una sola idea de
la que se desprenderían, dos características negativas sobre la plena
comprensión de la fe. Si a la Revelación se accede por la experiencia histórica
y cultural del creyente (el ya famoso «caer en la cuenta») la fe sería algo
subjetivo y en constante aproximación, con lo cual su resultado, el valor de su
verdad sería relativo. A estas apreciaciones subyace una preocupación mayor,
como lo delata el resumen de los «elementos de fe que quedan distorsionados»
(nº 27): la falta de una distinción clara entre el plano sobrenatural y el
creatural, carencia por la que no se salvaguarda el carácter «indeducible» de
la Revelación, así como el reconocimiento de la posibilidad de intervenciones
divinas más allá de las leyes naturales.
No es objeto de la presente reflexión
llevar a cabo una revisión completa de las diferentes posturas teológicas del
debate que plantea la Notificación sobre la obra de Torres Queiruga. Pero sí
que pertenecen de lleno al contexto y motivación de nuestra relectura del libro
de Mouroux, la cuestión de la participación del sujeto en el acto de fe (más
acá del objetivismo),y su carácter de conocimiento y no solo sentimiento, así
como el tipo de verdad al que la fe da acceso (más allá del subjetivismo). Por
eso, como parte de esta introducción, conviene decir que las valoraciones sobre
el «subjetivismo» en que incurriría la teología de la Revelación de Queiruga,
son infundadas por cuanto en todo momento dicha teología defiende que la
experiencia por la que el hombre descubre, escucha y comprende la Revelación, y
por tanto tiene fe en la misma, es experiencia de algo que está fuera del
sujeto, si bien implica -como veremos que también defendía Santo Tomás- la
participación directa e integral de la persona creyente. Creo que es una
lectura parcial de la matizada y bien fundamentada teología de la Revelación
del profesor Queiruga, la que conduce a su clasificación como subjetivista.
Pero, y esto es más grave y toca
también de pleno a nuestra exposición, dicha lectura parte de una comprensión
global de la Revelación y de la fe, que sí que «distorsiona» la dirección y el
detalle a los que apuntaban las directrices del Vaticano II en la Dei Verbum y la renovación de la
teología que precedió y continuó las líneas del concilio. Es una comprensión
doctrinal y objetivista, que confunde las formulaciones con el realismo de la
fe y desconoce la acción de la gracia por medio de toda la Creación. De una
comprensión u otra dependerá también el modo de plantear la acción catequética.
El hecho de que se esté llevando a cabo un regreso a la catequesis más centrada
en los conocimientos que en la experiencia, sirva de cotejo eclesial, pastoral,
para esta advertencia sobre el modelo de Revelación y fe que está por debajo de
esa animadversión a la teología de Queiruga.
Luego, además de recordar un trabajo
teológico que sumó sus frutos en la renovación y profundización de la teología
de la fe y la revelación, intentaremos poner de relieve que aquél esfuerzo
teológico y otros como el de Torres Queiruga, han ayudado a ver en la fe una
experiencia de realización humana, en la que cuanto hay de trascendencia nos
aproxima y hermana a toda la humanidad. Como dice Lumen fidei 57:
El dinamismo de fe,
esperanza y caridad (1 Ts 1,3; 1 Co 13,13) nos permite así
integrar las preocupaciones de todos los hombres en nuestro camino hacia
aquella ciudad «cuyo arquitecto y constructor iba a ser Dios» (Hb
11,10), porque «la esperanza no defrauda» (Rm 5,5).
1. Lo personal de creer en Dios: Dios como Tú, la fe como relación
Aunque el trabajo de Jean Mouroux está
en directo diálogo con la obra de santo Tomás de Aquino, o tal vez por eso
mismo también, su enfoque de la fe se asienta firmemente en la experiencia
bíblica, revelada, de la relación del hombre con Dios. La Biblia no es una
enciclopedia, ni un tratado discursivo sobre Dios, sino la prolija y encarnada narración
de un encuentro interpersonal. Lo que de particular, coyuntural, cultural y,
por eso mismo, relativo tiene la Sagrada Escritura, es decir, su letra, dice Dei Verbum 13 que es encarnación
literaria del habla de Dios:
Porque las
palabras de Dios expresadas con lenguas humanas se han hecho semejantes al
habla humana, como en otro tiempo el Verbo del Padre Eterno, tomada la carne de
la debilidad humana, se hizo semejante a los hombres.
Por eso, también compara su veneración
con la que la Iglesia siente por el cuerpo
del Señor (DV 21)
Sobre esa base bíblica, que el
Aquinate nunca perdió, arranca la reflexión de Mouroux formulando la fuente y
el fin mismos de la fe, lo que la tradición teológica llamaba credere Deum y credere in Deum, «creer a Dios para poder creer en Él». El objeto
de la fe, pues, es Dios y Dios es personal, tripersonal. Se cree en alguien y
por la fe que nos motiva creemos muchas otras cosas, hasta en la resurrección
de la carne. Pero, primariamente, dice Santo Tomás y retoma Mouroux para
impulsar y renovar la comprensión de la fe, creemos en ese interlocutor de
nuestras pesquisas y anhelos que nos responde con su promesa bien cumplida de
amor y felicidad. Y es la confianza que nos suscita esa realidad personal, en
el progresivo conocimiento mutuo -ella nos dirá nuestro verdadero nombre, como
dice el teólogo francés con Gn 32- la que nos permitirá creer y conocer, por su
testimonio (el credere Deo) las
verdades, los misterios de la fe.
Conviene reconocer en esta naturaleza
interpersonal y afectiva el verdadero sentido de lo que el Vaticano I (Dei Filius 2: DH 3004) llama «los
decretos eternos de su voluntad» que Dios quiso revelar junto, ¡y esto es lo
fundamental!, consigo mismo, con su realidad personal, con el don de su amor y
de su intención de que nos conozcamos, y conociéndonos, nos amemos como de
hecho Él ya nos ama desde el comienzo de la Creación. Afectiva pues, porque
como recordaba Dei Verbum 2, «Dios
habla a los hombres como amigos» (Ex 33,11; 10 15, 14-15) E histórica, pues el
verdadero registro escrito del acontecimiento de la Revelación es el de la
historia de un encuentro verificado en la historia de un pueblo, y con él, de
toda la humanidad.
Y aquí nos surge una segunda conexión
refrescante y profundamente abierta a las entrañas de la modernidad, que todo
lo moderno no tiene por qué ser intrínsecamente incompatible con la fe: Dios y
la aspiración humana de felicidad. Mouroux cita de nuevo a Santo Tomás para
establecer ese nexo de unión que la fe hace entre la verdad suprema que Dios es
y la oferta gratuita de su amor que colma la búsqueda humana de felicidad. Por
eso decía Benedicto XVI que la verdad a la que se accede por la fe es común,
universal, porque responde a una condición antropológica que ya desde
Aristóteles, y de un modo especial en las escuelas helenísticas, se formulaba
como la pretensión humana de ser felices. Y universal también, porque sabemos
por Jesucristo, en línea con los profetas post - exílicos, que la respuesta de
Dios a esa búsqueda de la felicidad humana, también es universal, no está
restringida a un pueblo ni a un credo: «... muchos vendrán de Oriente y
Occidente...» (Mt 7, 11)
Todo lo cual, carácter intersubjetivo
y personal de la fe, feliz coincidencia entre lo que Dios es y da con lo que el
hombre espera y procura, no obsta para que esa relación en que la fe consiste,
sea también una búsqueda de la verdad y una forma de reconocerla y saborearla. Este
es el aspecto que resaltaba más la Lumen
fidei en coherencia con el objetivo de superar la supuesta incompatibilidad
entre fe y razón. Y como veremos, este es uno de los flancos heridos de la
comprensión actual de la fe, tocada, no sin razón, por la sospecha de
abstracción intelectualista.
No podía faltar, y menos cuando desde
el principio se ha explicitado el ser trinitario del interlocutor divino que a
la puerta, cubierto de rocío, espera que le abramos, la constatación de que la
fe cristiana lo es porque pasa siempre por la persona de Jesús. Dios es
personal, pero Jesús es el rostro humano de la relación trinitaria. Es el único
mediador -ya lo dice la carta a los Hebreos- pero además es imprescindible para
reconocer al Dios que Él revela como Padre. Porque no lo revela por una
transmisión de arcanos argumentos teológicos, sino en su plena realización de
lo que es ser hijo de Dios. No lo dice, lo vive y así nos lo comunica,
dejándonos la horma de lo que es el verdadero testimonio que transmite la fe,
por el cual llegamos a creer.
Relevancia o para evitar responder preguntas que nadie se
hace
Así vista, la fe en su entraña
intersubjetiva y «crística», es afectiva e histórica, pero por la misma
naturaleza de Dios, Verdad primera, la fe también es conocimiento. Y este
enfoque permite responder a la ya vieja disyuntiva que tan bien formulara
Martin Buber en Dos modos de fe[4]. Este
planteamiento del filósofo judío, hecho desde su propia fe, expresa también las
esquematizaciones de la fe cristiana que desde Nietzsche han venido
calificándola de helenización y racionalismo, por no decir pura invención de
San Pablo. En 1950 Buber concreta sus ideas sobre lo que diferencia el
Cristianismo del Judaísmo en una obra cuyo título («dos modos de fe») ya
adelantan que se trata de una diferencia esencial y, para él, inconfundibles. Podrán,
y así cree Buber que debiera ocurrir, colaborar, pero siempre sin mezclarse en
su radical diferencia. Para Buber, la pistis
del Cristianismo es individual y consiste en conocimiento. Mientras que la emuná judía es una praxis colectiva, de
un pueblo. Y aunque ahí estriba también el punto de posible colaboración, en la
revitalización de lo personal para el judaísmo y la superación del
intelectualismo cristiano para hacer su fe más vivencial[5], su
diferencia es indisolube.
Contra esa disyuntiva, la concepción
de fe que, como dice Mouroux, es más acorde con la Biblia y los Padres, aúna
conocimiento y relación amable entre dos realidades personales, la divina y la
humana. Y aunque, como también resalta el teólogo francés, el encuentro entre
ambas realidades es personal, por ser Jesús el nexo de unión entre una y otra
realidad, la comunidad, el nuevo pueblo mesiánico que tiene en Cristo su
cabeza, forma parte del inicio y el desarrollo de la fe. Con lo cual, ni es
sólo conocimiento, ni lo personal se confunde con lo individual por más que
tenga una irrenunciable parte de libre e insobornable decisión personal.
Pero, hay otro frente desde el cual esta visión de
la fe que de manera tan concisa y esencial plantea Mouroux, es interpelado. Se
trata de la cuestión de la praxis. Una fe que es sobre todo relación
interpersonal que acontece primero y por encima de todo en la mutua donación de
dos libertades personales, la de Dios y la del hombre, ¿no remite a una cómoda
e intimista reclusión de la fe en el ámbito espiritual? ¿no se desentiende del
urgente quehacer de la justicia y la dignidad de los oprimidos? La respuesta
nos la da el estudio que sobre la teología fundamental de Gustavo Gutiérrez
(además de Han Urs von Balthasar y Wolfhart Pannenberg) hizo Jesús Martínez
Gordo en su tesis doctoral, y que publicada en su parte dedicada al teólogo
peruano[6], nos
ayuda a responder esas preguntas. Martínez Gordo recorre toda la obra del padre
de la teología de la Liberación y afirma que su teología de la fe, además del
primado de la praxis, se basa en:
la fontalidad del amor gratuito
de Dios, la afirmación de la alteridad y libre iniciativa del Padre, el
descentramiento y consecuente centramiento en que consiste el acto de fe, la
reformulación de la doctrina sobre la justificación de la fe, la importancia de
las mediaciones para la fe cristiana o la consideración articulada de la fe
como acto de aceptación libre de una gracia que se recibe y que necesariamente
se he de expresar en obras[7].
Cuando la fe se concibe como amor
(dice Gustavo Gutiérrez que creer en Dios es sobre todo creer que Dios nos ama[8]) y
cuando por amor nos asociamos, se establece una comunión con la persona amada,
sus proyectos y su visión de las cosas, empiezan a formar parte de nuestra
propia realización personal. Y ya se sabe, nos lo ha revelado la encarnación
humana del Tú divino que es objeto y fin de la fe cristiana, Jesucristo, que el
plan de Dios es que tengamos vida, en abundancia, pero todos. Y para empezar a
tener vida en abundancia, como decía Jon Sobrino, primero que pueda vivir,
sobrevivir a la opresión, la esclavitud. Y su visión de la realidad, es que,
aun encontrándose con cada hijo suyo, de uno en uno, nos ve como hermanos, nos
encarga al hermano y nos requiere la acción fraterna de practicar la justicia y
llegar a la caridad. Y es que, como suele suceder, cada encuentro en el plano
personal, implica otros encuentros, pues no en vano se es persona no sólo como
sustancialidad individual, sino como red de relaciones de las que tomamos buena
parte de lo que nos definirá y en las
que se juega la verdad toda de lo que somos y queríamos ser.
2. Hacerse persona por la fe: además de personal la fe es personalizadora
Un acto simple y complejo, pero
primero simple (comunión: al conocimiento lo guía el amor; totalidad: reunión
de lo disperso)
Unidad comprometida:
complejidad. Papel del deseo, el anhelo, las expectativas: «Por la fe percibe
el espíritu aquello que espera y ama» (Sum
Th II IIae q 72) La fe como realización de las totalidades
parciales que de forma orgánica y jerarquizada constituyen la complejidad del
ser espiritual que es el hombre («refrendo afectivo»)
Acto de fe: disgregación y
reconstrucción con un nuevo centro: Dios. Aspecto «crucificante» (agónico) de
la conversión (el caso de Claudel[9]), del
centro en uno mismo pasar a un descentramiento. Esto es posible cuando la
persona se sabe en construcción. Un amor que genera un conocimiento, y no
viceversa: regreso a casa (como ser espiritual el centro del hombre siempre fue
Dios) Luego creer es hacerse persona, de un modo más pleno, pero también más
generoso: «me sedujiste Señor y me dejé seducir»
Oscuridad y certeza, firmeza velada.
No es de extrañar pues, que al actual
papa, según revela la entrevista le interese Michael de Certeau.
3. El «mundo de la fe»: el infiel, el místico y el testigo
Con estos tres tipos no quiere Mouroux
hacer alegorías, se refiere explícitamente a cómo actúa la fe, a cómo se
experimenta el acto de fe en diferentes grados, según se dan experiencias
distintas. De hecho, este abordaje de diferentes problemas teológicos sobre la
fe como casos personales, es coherente con la fundamentación de la fe en el
campo de las relaciones personales.
a.- El infiel. Si la fe es necesaria
para conocer a Dios, pero Dios, por su apuesta decidida en favor del encuentro
con el hombre está abierto a que las condiciones naturales de las inteligencias
humanas, perciban el fin último de sus aspiraciones de verdad y felicidad,
entonces, dice Mouroux con Santo Tomás, la fe necesaria para salvarse, está ya
inscrita en esa misma tensión del ser humano hacia su fin y plenitud. Porque,
lo único indispensable para la salvación es «aquello que permite al hombre
alcanzar la Persona que es su fin»[10] Mira tú
por dónde, los famosos y denostados «cristianos anónimos» de Rahner están ya
previstos en este breve pero sustancioso ensayo sobre la fe.
Esta afirmación, no responde al
llamado «buenismo», que por otra parte no sé qué puede tener de malo, sobre
todo si lo tomamos como aumentativo manchego. Responde más bien al carácter
universal o antropológico de esa aspiración de verdad y felicidad. Y se
corresponde también, por las entrañas de misericordia de Dios, tal y como Jesús
nos las ha revelado, a su plan de salvación. La idea que sustenta la
posibilidad de una fe impresa en la marcha humana hacia el sentido final de su
existencia, se basa en la relación entre representación y afirmación que
sustenta todo juicio. De modo que, por encima de las conclusiones, ya en las
preguntas por lo definitivo y esencial de la vida, quien se las hace, cuenta
con una representación hacia la que tiende, y aunque no se afirme que sea Dios,
la posición o compromiso del que se hace la pregunta implica ya la integridad
de la persona, como la requiere el acto de fe.
No están ya de moda los preambula fidei que formulara Santo
Tomás y desarrollanran con otro argumentario filosófico los teólogos
postconciliares, pero la fundamentación antropológica de la fe sigue siendo
necesaria, no sólo por razones apologéticas, sino porque el carácter integral
de la fe, eso de que compromete todas nuestras, exige también al creyente
preguntarse qué fe tenemos y por qué tenemos fe.
b.- El místico. El caso del místico sirve a Mouroux para
reforzar la intuición de la fe como personalizadora. Los místicos se distinguen
porque se han puesto dócilmente en manos del Espíritu. Pero lo que hace el
Espíritu es culminar, completar, consumar la acción de la fe en la persona. O
dicho de otra manera, hacerla más persona al poner en el centro de la
experiencia humana la persona misma de Dios, «haciendo a la fe cada vez más
señora del alma y más poseedora de Dios»[11] Pero,
así visto, este grado máximo no deja de ser el horizonte al que aspira toda fe,
la meta a la que, aun sin dejar nunca de correr como dice san Pablo en la carta
a los Filipenses, abarca y aguarda toda trayectoria creyente. Con lo cual, el
carácter místico del hecho mismo de creer y la invitación a una continua
profundización de su efecto personalizador, valen para el común de mártires al
que todos pertenecemos. Y así, la afirmación del maestro de Frankfurt, sobre el
destino místico de la Iglesia como alternativa a su disolución, tiene un
sentido irrenunciable.
c.- El testigo.
En esta línea de unir la fe con el
testimonio y por ésta con la evangelización están las continuas referencias del
Papa Francisco a una evangelización nacida de la misma vida de la fe. En su
visita a Asís, a una pregunta de los jóvenes sobre la misión del cristiano, en
relación con el año de la fe, el Papa respondía categóricamente: «El Evangelio,
este mensaje de salvación tiene dos fines que están ligados: el primero,
suscitar la fe, y esto es la evangelización; el segundo, trasformar el mundo según el designio de Dios, y esto es la
animación cristiana de la sociedad. Pero no son dos cosas separadas, son una
única misión: comunicar el Evangelio con el testimonio de nuestra vida
transforma el mundo. Este es el camino: llevar el Evangelio con el testimonio
de nuestra vida».
Permitidme terminar con una referencia
poética. Los que en la Biblia hemos aprendido a leer la comunicación de Dios en
la multiplicidad de inteligencias que el hombre emplea para habérselas con su
hambre y sed de felicidad, de verdad, justicia y belleza, debiéramos saber leer
la poesía como una de las inteligencias que poseemos para, como diría Gustavo
Gutiérrez, «beber en su propio pozo». Hay un poema del poeta español Dámaso
Alonso, escrito en una época de oscuridad social y existencial, que hoy os
sugiero como alegoría inquietante de la función que la fe (en el poema, una
alcuza, como aquella que remitió el hambre del profeta y nunca se agotó) presta
en la ya larga trayectoria de la humanidad: Mujer
con alcuza[12].
Del poema, que también es largo, cito el principio y el final.
¿Adónde va esa mujer,
arrastrándose por la acera,
ahora que ya es casi de noche,
con la alcuza en la mano?
Y esta mujer se ha despertado en la noche,
y estaba sola,
y ha mirado a su alrededor,
y estaba sola,
y ha comenzado a correr por los pasillos del tren,
de un vagón a otro,
y estaba sola,
y ha buscado al revisor, a los mozos del tren,
a algún empleado,
a algún mendigo que viajara oculto bajo un asiento,
y estaba sola,
y ha gritado en la oscuridad,
y estaba sola,
y ha preguntado en la oscuridad,
y estaba sola,
y ha preguntado
quién conducía,
quién movía aquel horrible tren.
Y no le ha contestado nadie,
porque estaba sola,
porque estaba sola.
Y ha seguido días y días,
loca, frenética,
en el enorme tren vacío,
donde no va nadie,
que no conduce nadie.
...Y esa es la terrible,
la estúpida fuerza sin pupilas,
que aún hace que esa mujer
avance y avance por la acera,
desgastando la suela de sus viejos zapatones,
desgastando las losas,
entre zanjas abiertas a un lado y otro,
entre caballones de tierra,
de dos metros de longitud,
con ese tamaño preciso
de nuestra ternura de cuerpos humanos.
Ah, por eso esa mujer avanza (en la mano, como el atributo de una semidiosa, su
alcuza),
abriendo con amor el aire, abriéndolo con delicadeza exquisita,
como si caminara surcando un trigal en granazón,
sí, como si fuera surcando un mar de cruces, o un bosque de cruces, o una
nebulosa de cruces,
de cercanas cruces,
de cruces lejanas.
Ella,
en este crepúsculo que cada vez se ensombrece más,
se inclina,
va curvada como un signo de interrogación,
con la espina dorsal arqueada
sobre el suelo.
¿Es que se asoma por el marco de su propio cuerpo de madera,
como si se asomara por la ventanilla
de un tren,
al ver alejarse la estación anónima
en que se debía haber quedado?
¿Es que le pesan, es que le cuelgan del cerebro
sus recuerdos de tierra en putrefacción,
y se le tensan tirantes cables invisibles
desde sus tumbas diseminadas?
¿O es que como esos almendros
que en el verano estuvieron cargados de demasiada fruta,
conserva aún en el invierno el tierno vicio,
guarda aún el dulce álabe
de la cargazón y de la compañía,
en sus tristes ramas desnudas, donde ya ni se posan los pájaros?
[1] MOUROUX, JEAN. Creo en ti (estructura del acto personal de
la fe) Juan Flors, Editor. Barcelona 1964. Traducción de José Ignacio
González Faus.
[2] MARTÍNEZ GORDO, JESÚS. Los
nuevos «ateos» y la teología, Iglesia
Viva 254 (2013) 75 - 90
[3] SÁBATO, ERNESTO. Antes del fin. Seix Barral, Barcelona
1999, 199.
[4] Buber, Martin. Dos modos de fe, Caparrós editores, Madrid 1996. Traducción del
alemán de Ricardo Luis de Carballada.
[5] Carballada, Ricardo de
Luis. Presentación de Martin Buber, op. cit. 16
[6] Martínez Gordo, Jesús. La fuerza de la debilidad. La teología fundamental de Gustavo
Gutiérrez. Desclée de Brouwer - Instituto Diocesano de Teología Pastoral,
Bilbao 1994
[10] Mouroux. J. ibid. 72
[11] Mouroux, Jean. ibid. 82
[12] Alonso, Dámaso. Hijos de la ira. Austral, Madrid 200316.
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