De tanto ver la luz hemos perdido la recta proporción de ese milagro,
que otorga a la materia su volumen, contorno fiel al mundo que queremos y límite a los puntos cardinales. A fuerza de costumbre, hemos dado en creer que es un merecimiento, cada día, que el día se levante en claridad y que se ofrezca límpido a los ojos, para que la mirada le entregue un orden propio, distinto a los demás, y lo convierta en nuestra inadvertida obra de arte. Hay una ingratitud consustancial al hecho de estar vivos, un intrínseco poder de desmemoria, y nos impiden brindar a cada instante el homenaje que cada instante de verdad merece, por su absoluta magia de estar siendo, en vez de no haber sido en absoluto. Con cada amanecer dubitativo, con cada tumultuoso amanecer, la luz arrasa el reino de la noche y emprende su combate. En el confuso magma de oscuridad, con cada aurora triunfa la exactitud de cuanto existe sobre la vocación de incertidumbre que tienta con su nada a lo real. En toda madrugada se renueva un conjuro de origen, esa fórmula que impuso el movimiento al primer día. Somos testigos, en el alba pura, del trono en que la luz alza su reino y lo concede intacto a cualquier súbdito. Conviene contemplar la luz con más paciencia, brindarle una atención encandilada, el sumiso homenaje con que un bárbaro descubre reverente en su aventura la tierra que jamás ha visto nadie.
De "Metales Pesados" 2001
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