Interpretación simbólica de El nombre de la rosa
Fco. Javier Avilés / Juan Antonio Ruescas
La famosa novela de Umberto Eco ha supuesto un hito en la relación del hombre moderno con la visión del mundo medieval. La trama de suspense alrededor de unos asesinatos en un mundo de por sí ya misterioso (un monasterio en el s. XIV), sirve de excipiente a una trama mucho más densa: el paso del saber a través de la maraña de obstáculos interpuestos por una determinada ortodoxia. Por debajo de la lucha entre el monje detective y el monje asesino, está la no menos encarnizada pelea entre la pasión por la verdad y el miedo a una verdad que no deja apresarse del todo. Pero como no podía ser menos en un semiólogo (investigador de los signos y la significación) y en un contexto tan abigarrado de símbolos como el del medievo, la pugna que alimenta el argumento de esta novela, deja caer, como por descuido, un amasijo de símbolos que sobreviven al fuego que reducirá a cenizas en la memoria la abadía que alberga tamaña aventura.
El claustro, cerrado alrededor de un centro que comunica con el centro del mundo, con su origen y sentido, es símbolo del universo todo. Pero no sólo del cosmos que existe y se expande (véase el fascículo I de esta Enciclopedia Teológica Regional) sino en cuanto creado, ordenado, dirigido hacia un fin, sostenido armónicamente. Por todo ello, el monasterio, con sus remotos antecedentes en el desierto, donde aparecieron los primeros insumisos al orden perverso de la vida, es en toda su realidad material (construcción, habitantes, nombre, recuerdo) símbolo del mundo querido por Dios, que imposibilitado por el alejamiento de Dios, encuentra un hueco, un refugio entre las cuatro paredes del claustro: los cuatro puntos cardinales. La vida que da sentido a este símbolo, está presente en la novela de Eco a través del seguimiento del ritmo monacal. La distribución de la novela en las horas canónicas del ordo divino (maitines, laudes, prima, tercia, sexta, nona, vísperas y completas), convierte en tiempo narrativo el tiempo que gira dentro del claustro, en torno a Dios que es su fuente, salpicado de los otros tiempos que sólo dentro de este ritmo pueden encaminarse hacia Dios: ora et labora. En este mundo ordenado por Dios, todo es religioso por hallarse dentro de un ritmo común.
El pasadizo que hay entre la iglesia y la biblioteca, permitirá a los monjes detectives entrar en el mundo prohibido, guardado por el mismo claustro, sometido al mismo tiempo orante, regido por la misma jerarquía monacal. Pasa entre los huesos de la cripta, el osario común que bajo las losas del templo alberga la esperanza de que no sea la nada la que al final imponga su propio destino a la vida. Este pasaje, subterráneo, oscuro y de entrada oculta, es el símbolo de la iniciación. Para algunos, los ritos iniciáticos se quedan en el terreno de lo mítico y precientífico, pero quienes saben de estudio y trabajo, saben que hay experiencia sin iniciación, sin etapa de adiestramiento.
Sólo el esfuerzo, la búsqueda, las horas pasada ante libros o a la escucha de quienes antes leyeron esos libros o acumularon otra experiencia, permiten alcanzar el lugar del saber. El novelista Eco, es también profesor universitario y tiene publicada una obra de ayuda a los estudiantes que quieren hacer una tesis. Y es que los monjes no dedicaban su tiempo sólo al canto de salmos en el templo. Debieron ser muchas las horas empleadas en copiar los manuscritos e iluminarlos pictóricamente, para que ahora podamos conocer lo que hubo antes de ellos. Ese pasadizo es el rústico hilo de Ariadna que permite salir del laberinto de la ignorancia y las opiniones hechas.
La biblioteca es el tesoro mejor guardado de la abadía. Porque el saber es poder. Eso no ha cambiado. La información al alcance de todos es peligrosa. Y no es casualidad que esta biblioteca sea un laberinto. Porque los significados de lo que tantos hombres han dicho en tantos momentos distintos se entrelazan. Las salas, temáticas, se relacionan entre sí hasta formar todo un mundo en el que lo más posible es que nos perdamos. Nos perdemos nosotros (no solamente la verdad se pierde). También los hombres y mujeres que vivimos en este final de siglos debemos saber que la búsqueda del saber, la búsqueda de nosotros mismos, nos hará sentirnos extraviados. ¿Y cómo salir de ese extravío? Pues caben dos opciones que se corresponden con las estrategias del discípulo y del maestro. Adso se vale de sus conocimientos adquiridos para encontrar la salida, para él la ingente cantidad de información que le rodea no es útil. Sólo le sirve el dato que en ese preciso momento puede dar respuesta a su problema. Claro que siempre existe la posibilidad de no afanarse en la búsqueda de una salida y, como Guillermo, deleitarse con ese mar de sabiduría que la Biblioteca nos ofrece. Esfuerzo sólo en apariencia inútil pues, si bien es cierto que ambos acaban perdiéndose y el deleite de Guillermo acabará en frustración por el incendio de la biblioteca, se obtendrán numerosos beneficios en su intento por esclarecer lo que pasa en la abadía. Sólo perdiéndonos y arriesgándonos en el laberinto de pensamientos y discursos podremos seguirle la pista a la hybris mortal que, al hacer del saber algo prohibido, genera muerte y miedo. |